Hay cielos que no se limitan a enmarcar un paisaje, sino que lo gobiernan, lo transforman y lo explican. En la Inglaterra del siglo XIX, pocos artistas comprendieron esto tan profundamente como John Constable, para quien el cielo era, como él mismo escribió, la … nota clave del paisaje. Y pocos lo llevaron hasta sus últimas consecuencias como lo hizo J. M. W. Turner, capaz de convertir la luz en materia viva, casi táctil, incluso cuando brotaba de incendios, tormentas o reflejos violentos sobre el mar. Entre ambos, en esa franja suspendida donde el cielo decide la emoción de un cuadro, aparece a menudo el arcoíris, ya sea el doble arcoíris de un cuadro sobre Stonehenge o los destellos húmedos de Suffolk, convertido ahora en símbolo del puente cromático que une a dos artistas que jamás compartieron método, pero sí ambición.
La exposición ‘Turner y Constable: rivales y originales’, que abre las puertas al público en la Tate Britain de Londres este jueves y hasta el 12 de abril de 2026, celebra el 250 aniversario de sus nacimientos con un despliegue de más de ciento setenta obras que reconstruyen, sala a sala, cómo dos vidas paralelas, la de Turner nacido en 1775, y la de Constable, un año después, terminaron creando un lenguaje visual que transformó para siempre la pintura de paisaje. Dirigida por la comisaria Amy Concannon, la muestra no pretende resolver una rivalidad célebre, sino iluminarla desde sus matices, sus desencuentros y sus zonas de intercambio, en un recorrido que combina obras monumentales, cuadernos de bocetos, objetos personales y citas originales del siglo XIX.
Una de esas citas, reproducida en un panel de la exposición, pertenece a ‘London Magazine’, que en junio de 1829 condensaba así el contraste entre ambos artistas: «Las obras del señor Constable no muestran un contraste mayor con ninguna otra que con las del señor Turner… El primero es todo verdad, el segundo toda poesía: uno es plata, el otro oro». La frase, escrita en plena efervescencia crítica, es un manifiesto sobre su antagonismo. Constable fue plata: la observación minuciosa de la atmósfera, la veracidad del clima, la humildad visual de los lugares que conocía desde su infancia. Turner fue oro: el brillo violento, la luz que se expande hasta devorar la escena, la energía sublime que buscaba provocar una emoción tan intensa que rozara el temor.
Una joven, junto a dos pinturas de Turner, ‘Landscape with Walton Bridges’ y ‘Norham Castle, Sunrise’
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Desde la Tate recuerdan, en uno de sus textos institucionales, que «dos de los más grandes pintores británicos, J. M. W. Turner y John Constable, fueron también los mayores rivales», una afirmación que resume la percepción de su época. Y aunque procedían de mundos distintos, Turner, hijo de un barbero en el corazón del Londres georgiano, y Constable, hijo de un próspero comerciante de Suffolk, coincidieron en un momento en que el paisaje se convertía en el género donde se jugaba la renovación artística del país y de otros sitios de Europa, como los Alpes o Italia. Sin planearlo, sus carreras quedaron unidas por un pulso continuo entre dos maneras de concebir la naturaleza: por un lado con el Turner viajero, volcánico, experimental, y por el otro con el Constable local, atmosférico y tenaz.
Dos obras de Constable, presentes en la exposición: ‘Stratford Mill’ y ‘The White Horse’
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La exposición hace visible esta tensión que con el paso de los años acabó convirtiéndose, en la historia del arte, en diálogo, con una fidelidad casi documental. En una carta de mediados de los años 1820, Constable escribió sobre Turner que «él querría ser señor de todo», frase que aparece transcrita en la pared de una de las salas. Y otro panel recuerda que muchos artistas evitaban colgar sus obras junto a Turner en la londinense Royal Academy of Arts porque sus cuadros «captaban la mirada en cuanto el visitante cruzaba el umbral». La rivalidad se hizo palpable en 1831 cuando Constable decidió colocar su ‘Salisbury Cathedral from the Meadows’ junto a ‘Caligula’s Palace and Bridge’ de Turner en la exposición anual, una elección que desató comparaciones inmediatas entre la humedad del primero y el calor del segundo, de nuevo, como algunos los definieron, «fuego frente a agua».
Los textos de sala documentan incluso episodios de fricción más directa. Un testigo afirmó que Turner «cayó sobre él como un martillo pilón», durante una cena previa a la exposición de 1832, mientras otro aseguró que Constable «se retorció como un criminal descubierto». Leídos hoy, esos comentarios poseen la energía teatral de la crítica, pero revelan la intensidad de un enfrentamiento que no era personal, sino profesional. Ambos sabían que estaban empujando el género hacia nuevos territorios.
La muestra contrasta las nubes y atmósferas de Constable, quien registraba hora, tiempo y lugar en muchos de sus estudios entre 1820 y 1823, con los cuadernos de viaje de Turner, como el British Itinerary, donde el artista combinaba notas, mapas y sesenta y nueve páginas de poesía escrita de su puño y letra.
Una joven admira ‘The Burning of the Houses of Lords and Commons’, de JMW Turner
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La sección final reúne algunas de las obras más espectaculares de ambos. De Constable, ‘The White Horse’ (1819), descrita por fuentes de la Tate como «una de sus mayores conquistas artísticas». De Turner, ‘Ancient Italy – Ovid Banished from Rome’, exhibida por primera vez en Londres en más de medio siglo, y ‘The Burning of the Houses of Lords and Commons’ (1835), que no se veía en Gran Bretaña desde hacía más de cien años. En esta última, la luz, ese oro incandescente, envuelve el incendio del Parlamento como si respirara desde dentro, en una imagen donde la historia se disuelve en el resplandor.
Las primeras críticas, publicadas este lunes tras el pase exclusivo para la prensa, ha acogido la exposición con entusiasmo. Algunas recuerdan las palabras de la comisaria, Amy Concannon, que plantea una pregunta esencial: estos dos pintores, «¿eran realmente tan distintos?» La exposición sugiere que sí… y también que no. Distintos en método, idénticos en ambición; opuestos en temperamento, inseparables en su legado.
Quizá por eso, al salir de la última sala, cuando las imágenes se mezclan en la retina, con los rojos intensos de Turner, los cielos cambiantes de Constable o la magia de los arcoíris que sobreviven en sus obras como señales de un puente entre dos formas de mirar, el visitante comprende que el paisaje británico como arte no nació solo de la armonía, sino también del contraste. Uno fue plata, el otro oro. Uno fue agua, el otro fuego. Y es precisamente en esa fricción donde ambos hicieron del cielo, del clima, de los mares, los campos, los horizontes, los elementos y la luz, un idioma capaz de explicar no solo el mundo natural, sino también la modernidad artística que ayudaron a definir.