Las clásicas de los 80 eran carreras de las que sabíamos por un breve en el diario
Hubo un tiempo —sí, ese en el que las bicis pesaban como pecados y el ciclismo se veía a retales entre telecodificadas— en el que los clasicómanos eran tipos recios, de manos grandes y mirada dura, corredores que sembraban respeto en cada adoquín.
Quizá idealizamos los ochenta, dicen los expertos, pero quienes crecimos viendo ciclismo sabemos que allí vivían héroes de verdad.
Aquellos clasicómanos no sólo corrían: tallaban ciclismo.
Ahí estaba Rudy Dhaenens, campeón del mundo en Japón, sutil y elegante pese a una salud frágil.
O Guido Bontempi, velocista hecho a base de pura potencia, que convertía Wevelgem y la E3 en territorio propio cuando otros corrían más rápido… pero no más fuerte.
Charly Mottet, tan fino como cerebral, demostró que un vueltómano podía pisar fuerte en Lombardía y Zúrich.
Y qué decir de Eddy Planckaert, heredero de una saga construida sobre el adoquín, capaz de ganar en Roubaix por milímetros ante Steve Bauer.
En esa misma senda iba Marc Madiot, hoy patrón de la FDJ, ayer incendiario de caminos entre París y Roubaix, doble ganador en el Infierno.
La estampa de Steven Rooks, ligero, elegante, capaz de discutir un Mundial a Bugno e Indurain, convive en la memoria con el rodar demoledor de Francesco Moser, tres veces rey en Roubaix, dueño de una San Remo y figura tallada en acero italiano.
Y claro, Greg LeMond, que antes de ser icono del Tour fue un clasicómano de cuerpo entero: fotos legendarias cubierto de barro en Roubaix, podios en San Remo y Lieja, y el aura eterna del campeón del mundo.
Los ochenta también fueron territorio de Laurent Fignon, dueño intelectual de San Remo, y del australiano Phil Anderson, pionero de la tierra de los canguros en Lieja, Amstel o París-Tours.
Eric Vanderaerden, ciclón belga, añadió un gélido Flandes y Roubaix con autoridad.
Y Adrie van der Poel, padre del fenómeno actual, dejó un doblete casi místico: Lieja y Flandes.
Y aún quedaban gigantes: Hennie Kuiper, señor de todos los Monumentos; Alfons De Wolf, precoz como pocos; Giuseppe Saronni, rival feroz de Moser; Claude Criquielion, talento puro de Valonia.
Después vendrían los tótems: Jan Raas, dueño absoluto de la Amstel; Moreno Argentin, príncipe de las Ardenas; Bernard Hinault, capaz de ganar Roubaix sin pestañear; y Sean Kelly, el rey absoluto del periodo, inabordable de 1984 a 1986.
Ciclismo duro, de épica cruda. Ciclismo que, aún hoy, cuesta no echar de menos.



