En lo alto de un bosque de Abruzzo, en Italia, una casa de piedra permanece ahora en silencio. Hasta hace apenas unas semanas, aquel lugar era el refugio autosuficiente de Nathan Trevallion, Catherine Birmingham y sus tres hijos. Pero hace unos días, un juez decidió retirarlos de la custodia familiar por vivir desconectados de la red, sin escolarización y en un entorno que consideró insalubre. La resolución desató un incendio político y social en Italia. Lo que para la familia era un proyecto de vida autosuficiente —paneles solares, agua de pozo, baño compostable, huerto— se ha convertido en un caso judicial con una enorme repercusión internacional.
La historia, sin embargo, va más allá de un auto de un juzgado italiano. Es el síntoma de algo mayor: un movimiento creciente en Europa —y también en España— de familias y comunidades que buscan salir del engranaje urbano, desconectarse de la red eléctrica y vivir de forma autosuficiente. ¿Hasta dónde llega la libertad de elegir ese estilo de vida? ¿Y dónde empieza la intervención del Estado, sobre todo cuando hay menores de por medio?
El caso que dividió a Italia. La familia, de origen australiano y británico, llevaba desde 2021 viviendo en un bosque de Palmoli. La casa era precaria pero, según ellos, suficiente: electricidad con paneles solares, agua de pozo y una zona de compostaje exterior como inodoro. En otoño de 2024, todos fueron hospitalizados por una intoxicación accidental por setas. Ese episodio activó las alarmas de los servicios sociales. Según recogió Corriere della Sera, un informe técnico describió la vivienda como «ruina» y «sin condiciones adecuadas para menores».
Fue entonces cuando los servicios sociales intervinieron. La no escolarización de los menores, la ausencia de seguimiento pediátrico y el aislamiento casi total en el que vivía la familia activaron todas las alarmas. A raíz de esos informes, un tribunal de L’Aquila ordenó en noviembre la retirada de la patria potestad y el traslado de los niños a un centro, donde la madre pudo permanecer junto a ellos. La decisión ha provocado un auténtico terremoto político, donde dirigentes políticos y varias asociaciones judiciales denunciaron presiones del Gobierno. Paralelamente, más de 150.000 personas firmaron peticiones online reclamando que los menores volvieran con sus padres.
Off-grid: del sueño bucólico al fenómeno global. Para entender el trasfondo, basta abrir Instagram. Como explica la revista Ethic, basta que el algoritmo detecte cierto interés por la autosuficiencia para llenar el feed de vídeos de familias secando su propia comida, mujeres mostrando sus campers reformadas o parejas que viven medio año de lo que cultivan y recolectan. La vida off-grid o «autosuficientes» se ha convertido en estética, filosofía e incluso aspiración de desconexión emocional.
Pero también es política. El mismo medio recuerda que una pequeña parte del movimiento surge de grupos «sovereign citizen» que rechazan la autoridad del Estado. Son minoritarios, pero existen. La mayoría, en cambio, opta por el off-grid por razones de sostenibilidad, teletrabajo, búsqueda de autonomía o reacción a la crisis climática. También por miedo: hay comunidades —como la ecoaldea de Tamera, en Portugal— que se preparan para un posible colapso del modelo actual. En Suecia y Finlandia, los gobiernos han difundido guías oficiales para prepararse ante escenarios extremos.
España no se queda atrás. El movimiento off-grid también ha echado raíces. Ya no es cosa de ecoaldeas hippies de los años 90: hoy lo abrazan ingenieros, teletrabajadores, familias urbanas asfixiadas por el coste de vida y extranjeros del norte de Europa que buscan autonomía y naturaleza. En el valle de Karrantza (Bizkaia), por ejemplo, una familia dejó la ciudad para producir su propia energía y cultivar su alimento, un modelo que se repite en País Vasco, Cantabria o el interior de España, donde muchos optan por soluciones híbridas —placas solares, estufas de leña y recuperación del agua— combinadas con escuela pública y vida comunitaria.
A la vez, ecoaldeas como Matavenero, Lakabe o Arterra Bizimodu, según elDiario.es, consolidan una repoblación rural basada en sostenibilidad y autogestión. Y a esta tendencia se suma la llegada de nuevos off-griders extranjeros. Como señala Euroweekly, cada vez más familias británicas, alemanas u holandesas compran masías en Cataluña, la Alpujarra o Castellón para desconectarse de la red. Algunas historias bordean la épica: una pareja inglesa levantó su vida desde cero con yurtas, baños secos y captadores de lluvia. Lo que buscan —coste de vida más bajo, teletrabajo, autonomía o simplemente otra forma de vivir— llega con un precio: convivir con jabalíes, tormentas y una burocracia nada menor.
¿Pero legalmente cómo está el asunto? El contraste con Italia se hace evidente cuando se analiza la normativa española. En materia energética, el marco es claro: el Real Decreto 244/2019 permite el autoconsumo y no obliga a contratar suministro eléctrico. Vivir con paneles solares aislados, baterías o pequeños generadores es perfectamente legal siempre que la instalación cumpla las normas de seguridad y esté ejecutada por un profesional autorizado. La legalización no es estrictamente obligatoria, pero sí aconsejable para acceder a ayudas públicas, obtener certificados o contratar seguros específicos.
Con el agua ocurre algo similar. La Ley de Aguas establece que las aguas subterráneas son dominio público, por lo que cualquier pozo —salvo contadas excepciones— debe contar con autorización de la Confederación Hidrográfica correspondiente. Perforar sin permiso o extraer agua de un acuífero protegido puede acarrear sanciones importantes. En otras palabras, se puede vivir con un pozo propio, pero la captación debe estar regularizada.
El punto que marca la diferencia. En lo que respecta a la vivienda, vivir en una zona apartada no es ilegal siempre que la construcción disponga de la documentación necesaria: licencia, cédula de habitabilidad y unas condiciones mínimas de salubridad y seguridad. Pero si en ese entorno viven menores y la casa presenta riesgos para su bienestar, las autoridades pueden intervenir.
No obstante, el punto determinante está en la educación como en Italia. A diferencia de otros países europeos, España exige por ley que todos los menores de entre 6 y 16 años estén escolarizados en centros reconocidos. El homeschooling no está regulado y, en la práctica, se considera alegal. Una familia que decidiera educar a sus hijos exclusivamente en casa se enfrentaría a expedientes por absentismo, visitas de servicios sociales e incluso medidas judiciales en casos graves.
Un movimiento que no deja de crecer. Cada vez más personas están viendo en el campo una apuesta para huir de los alquileres, más autonomía y, quienes, simplemente, quieren reconectar con el tiempo. La autosuficiencia ya no es utopía, sino alternativa. Pero el caso italiano deja claro que desconectarse de la red no es lo mismo que desconectarse de la ley. El equilibrio entre libertad individual y protección de los menores será, probablemente, uno de los debates sociales de este nuevo ciclo rural.
En un mundo saturado de pantallas, ruido y facturas, quizá la pregunta no sea por qué tantas personas huyen hacia las montañas, sino qué les está expulsando de las ciudades. Mientras tanto, entre familias que secan alimentos al sol, ecoaldeas navarras que celebran asambleas y parejas británicas que levantan yurtas, España está convirtiéndose, casi sin ruido, en uno de los nuevos laboratorios europeos de vida off-grid.
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