En Cazalegas, un municipio toledano de solo 2.000 habitantes, el pasado lunes 24 de noviembre no fue un día cualquiera. Era la fecha en la que regresaban a casa los 20 vecinos que, liderados por su alcalde Francisco Javier Blanco, acababan de protagonizar una misión humanitaria muy particular.
Han recorrido más de 2.000 kilómetros de travesía por el desierto de Mauritania para llevar electricidad, agua corriente, medicinas, formación y esperanza a Bir Mogrein, un remoto enclave situado en el norte del país africano.
La expedición, compuesta por albañiles, electricistas, sanitarios, hosteleros, pintores e incluso el sacerdote del pueblo, partieron con un objetivo claro: aportar mejoras reales y tangibles en el centro escolar y el consultorio médico del municipio hermanado.

Trabajos de rehabilitación.
Aunque la versión oficial habla de cooperación institucional, intercambio cultural y acuerdos formales, el origen de este vínculo entre Cazalegas y Bir Mogrein es mucho más humano… y casi anecdótico.
Relación de hermanamiento
Así lo relata el propio alcalde en una entrevista concedida a EL ESPAÑOL de Castilla-La Mancha: «La culpa la tiene mi padre». «Fue al médico y le habló de mí. Resulta que el doctor que lo atendió tenía relación con Bir Mogrein. Quiso conocerme, visitó Cazalegas y, a partir de ahí, empezaron los contactos. Ese encuentro cambió nuestras vidas«.
A partir de ahí, la relación se consolidó, llegó una primera visita del equipo de Cazalegas a Mauritania en febrero y, finalmente, el pasado 21 de junio se oficializó el hermanamiento entre ambos municipios.

Foto de familia en Mauritania.
Detrás del vínculo hay también una realidad social compleja: Bir Mogrein acoge a numerosa población saharaui desplazada, vive aislado, con infraestructuras muy precarias y escasa visibilidad internacional. De ahí la insistencia de sus dirigentes: «Queremos estar en el mapa».
40 maletas de ayuda
La expedición viajó primero a Nouakchott, capital de Mauritania, y desde allí inició el trayecto más exigente: cerca de 1.300 kilómetros hacia el norte, atravesando dunas y pistas improvisadas. «El viaje es durísimo. Había que parar constantemente, la gente se mareaba… pero mereció la pena», explica el alcalde.
Entre todos transportaron casi 40 maletas repletas de material escolar, deportivo, utensilios de albañilería y decenas de medicamentos rigurosamente catalogados. También herramientas que, una vez usadas allí, se quedaron en el pueblo mauritano para su propio uso.
Transformar un colegio
El colegio de primaria de Bir Mogrein fue construido por los franceses en los años 60 y desde entonces nadie había actuado sobre él. Así lo descubrió la comitiva en su primer viaje.
Cables pelados cruzando patios, baños clausurados y llenos de escombros, aulas sin luz, fosas sépticas sin limpiar en décadas, niños bebiendo agua de un pequeño agujero en el suelo…

Montaje de la situación previa del colegio de Bir Mogrein y la situación en la que se encuentra actualmente.
En diez días, trabajando desde las seis de la mañana hasta después del anochecer, consiguieron instalar electricidad en todas las aulas y nuevas lámparas con su cableado completo, rehabilitar los baños, construir un sistema para canalizar el agua del pozo, pintar aulas, limpiar todo el entorno escolar…
El momento más emocionante, coinciden todos, fue cuando los niños vieron por primera vez agua salir del nuevo grifo del patio. «Las sonrisas de los niños… eso no se olvida», recuerda el alcalde, con la emoción todavía a flor de piel.
Ordenar el caos para salvar vidas
La farmacéutica del pueblo, Marisol de Miguel, ha explicado a EL ESPAÑOL de Castilla-La Mancha que vivió la experiencia de forma especialmente intensa. A sus 67 años, jubilada activa y al frente de una farmacia familiar, llevaba décadas deseando participar en una misión como esta. «Era una espinita clavada. He viajado mucho por ocio, pero no en voluntariado. Esta vez dije: voy», cuenta.

Marisol de Miguel, farmacéutica de Cazalegas.
En Bir Mogrein se encontró una realidad que le impactó profundamente: medicamentos sin calificar, personal sin titulación dispensando fármacos y a Muley, el único médico, haciéndolo absolutamente todo: diagnostica, prescribe, asiste emergencias y atiende sin descanso.
Durante la expedición, De Miguel y el equipo sanitario ordenaron, clasificaron y etiquetaron todos los medicamentos donados, formaron al personal local en su uso, administración y conservación, asistieron consultas y urgencias. «Él hace todo eso, pero no da abasto», relata Marisol. «Para ellos, que estuviéramos allí fue un respiro enorme».
Hospitalidad pura
La llegada de los voluntarios fue un acontecimiento en Bir Mogrein. Los niños les recibieron bailando, cantando y ofreciendo alimentos tradicionales: leche de camello, carne de cabra, dátiles y dulces locales.
También hubo tiempo para convivir y aprender: partidos de fútbol al atardecer, muestras culturales y noches de tertulia bajo las estrellas.

Los voluntarios reunidos con las personas locales de Bir Mogrein.
«Es un modelo de vida humilde, sencillísimo, pero lleno de generosidad», describe Blanco. «No tienen casi nada y te lo dan todo». Una anécdota lo resume en un simple hecho. «Se me acercó un niño y me ofreció seis euros. Era todo lo que tenía y lo más valioso que poseía, me lo quería dar como un gesto de agradecimiento».
Trabajo en tiempo récord
Las jornadas fueron maratonianas con un horario de 6:00 de la mañana hasta la noche, con apenas una hora para comer. «No pensaban que llevaríamos ese ritmo de trabajo», explica Paco Romero, empresario del sector de la construcción que ha acudido a este proyecto junto con su hermano.
«Vimos techos hechos de uralita —con amianto— que había que sustituir; no sabíamos de qué material eran y resultó ser peligroso», cuenta Romero a EL ESPAÑOL de Castilla-La Mancha. Dejaron herramientas, ensamblaron tableros, colocaron focos y ayudaron a dar forma a aulas que, hasta entonces, apenas ofrecían un sitio en el que leer y escribir.

Voluntarios trabajando en el colegio.
Remarca la entrega del equipo y la respuesta de la población local: «Al principio no había mucha colaboración, pero luego se volcaron. Cinco o seis chavales se interesaron de verdad por aprender albañilería y se les dieron herramientas para que continuasen el trabajo. Eso nos emocionó«, explica el empresario.
«Cuando llegamos a España parecía que despertábamos de un sueño», narra el alcalde. «Allí sientes paz. Aquí volvemos a la rutina y te das cuenta de lo privilegiados que somos«.

Voluntarios junto con los locales de Bir Mogrein y las maletas que han llevado a la expedición.
Varios voluntarios reconocen que han regresado con una especie de vacío emocional. La farmacéutica lo confirma: «La experiencia ha sido positiva a todos los niveles. Vuelves distinta». Un gesto poco habitual, motivado por el eco que el trabajo del equipo había generado en el país.
Entre la dureza y la paz
La experiencia tuvo un coste físico y un premio emocional: cansancio extremo, jornadas interminables y, al mismo tiempo, una sensación de paz y de aprendizaje. «Cuando volvimos a España parecía que despertábamos de un sueño», admite a este periódico Eduardo López, consultor y auditor en Cazalegas.
La frase resume la ambivalencia del regreso: la satisfacción del deber cumplido y la melancolía por dejar atrás una forma de vida que no se parece a la nuestra, pero que enseña a valorar lo esencial.
Reconocimientos y futuro
La labor de los cazalegueños corrió de boca en boca en Mauritania. Hasta tal punto que, a su regreso, fueron recibidos en la Embajada de España en Nouakchott por el embajador Pablo Barbará Gómez y el cónsul Fernando Criado Cuadra.
Cazalegas ya piensa en repetir con muchas tareas pendientes. Entre ellas, renovar la guardería. De esta manera, consolidar el hermanamiento con acciones periódicas.

Blanco lo resume con una certeza sencilla: «Queda muchísimo de hacer por ellos, y vamos a conseguirlo. Nos han cambiado la vida con esta expedición».