Arucas no despertó: amaneció desbordada. Como si la localidad hubiera pasado la noche en vela esperando a su ídolo, las calles explotaron de vida mucho antes de que sonara el primer pedal. Era un acontecimiento social, una romería moderna con maillots en lugar de trajes de gala. Familias enteras subían cuestas empedradas buscando un buen hueco, los comercios abrían más temprano de lo habitual y los balcones ondeaban banderas improvisadas. Todo por una razón casi infantil en su pureza: ver de cerca a Tadej Pogacar.

Imagen de la carrera.
La isla, acostumbrada a convivir con volcanes dormidos, vivió la erupción emocional de un ciclismo que se siente mito cuando baja del televisor y pasa a solo tres palmos de distancia. La presencia del campeón del mundo transformó lo que debía ser una cicloturista en una celebración colectiva. Pogacar, sonriente, accesible, saludando a cada mirada como si llevara años viviendo en la isla, actuó como un catalizador de emociones.
Cuando se quitó el casco, muchos lo vivieron como una aparición. Había quien temblaba al sacar el móvil, quien ensayaba palabras que nunca salían y quien, directamente, no pudo evitar las lágrimas. Ese aura, esa mezcla de deportista superlativo y estrella improbable, funcionó como una corriente eléctrica que recorrió Arucas de punta a punta. Junto a él, estrellas como Jasper Philipsen, Magdeleine Vallieres, Pavel Sivakov o Cian Uijtdebroeks (nueva joya del Movistar) parecían caminar sobre un escenario que la isla llevaba décadas preparando sin saberlo.

Así lucía arriba en el Pico de las Nieves.
En cada esquina, un niño pedía una firma; en cada rotonda, una familia presumía de haber visto antes que nadie al pelotón calentando. La Gran Canaria 365 había logrado su objetivo: convertir esta semana la isla en epicentro del ciclismo mundial.

Alberto Tomé, con Tadej Pogacar.
El bullicio creció conforme avanzaba la mañana. El aroma del café recién hecho, las guaguas con aficionados, la música local, los altavoces rebotando nombres imposibles y, siempre presente, la silueta del Pico de las Nieves vigilando la escena como un guardián pétreo. No importaba que la prueba fuera dura, interminable o cruel. El puerto, que aspira a ser etapa de LaVuelta, era excusa. Lo esencial ocurría abajo, donde la pasión se medía en decibelios. Los ciclistas partieron envueltos en un aplauso que parecía destinado a durar kilómetros. Salieron detrás, por eso de hacerse la foto con los políticos. Y fueron adelantando amaterus a su paso. Había un murmullo constante entre el público: “Esto no se ve aquí todos los días”. Cerca de 800 de personas participaron en una cita que sigue creciendo.

Una imagen de la subida.
Una jornada inolvidable
La ascensión, por supuesto, fue monumental, pero el espectáculo real estuvo en la gente: en los vecinos que sacaban altavoces a la calle, en los turistas que no entendían muy bien qué estaba pasando pero aplaudían igual, contagiados por una celebración sin idioma (el 90% del turismo es extranjero). Era una fiesta que no necesitaba permiso. Una fiesta que se invitaba sola. Pogacar coronó el Pico como quien firma un manifiesto, consciente de que sus pedaladas valen como declaración política: esto es un puerto de gran vuelta. Ya lo dijo estos días. Su simple presencia legitimó un deseo que ya no cabe en rumores ni susurros. Gran Canaria no quiere imaginarlo. Quiere vivirlo.
Cuando todo iba apagándose, Arucas seguía despierta. Nadie quería irse. La sensación era unánime: algo había cambiado. Había en el ambiente una certeza de haber compartido un día que se contará muchas veces. Un día en el que una isla descubrió que quiere ser ciclismo.