Tapa de la novela y su autora firmando ejemplares de su primer libro editado. Foto Blanco y Negro de Pablo Vascello.
Los jardines dan miedo algunas veces es resultado de una pulsión sin pausa que, macerada entre esperanzas desalentadas, llega a nosotros bajo el sello de Ediciones del Dock (editorial con un catálogo inevitable de la literatura argentina). Adriana Billone retrata una historia que se desarrolla en un ambiente de clase media. La novela anda en puntas de pie en una casa con problemas, pero lo que ocurre importa menos que el modo en que lo cuenta su narradora – protagonista. Los hechos simples guardan en su trama un doble fondo que, se devele o no, en nada modifica el placer que produce el lenguaje fluido y musical. Una música cuya tensión recorre el arco dramático de esta historia de sombras que se devora en dos sentadas. Por Andrés Manrique (ANRed).
“El éxtasis es breve. No se puede esperar una revelación constante.
Lo constante es lo otro. El deseo de repetir el éxtasis.
El dolor de saber que es imposible.”
Adriana Billone
La realidad es inventada
Que Floresta es Santa Rita y las flores rojo rabiosas de esta planta son cardumen titilando en el arroyo Maldonado que viaja bajo la avenida, entubado, paralelo a vías que se alejan hasta al fin tajar el horizonte que cercena la salida de un barrio que se parece a una celda, son algunos de los planos que recorre la mística oscura de esta novela. La observación desolada del paisaje subsume al personaje en un jardín donde todo viene y crece en muerte. Donde los sentidos como el olfato se vuelven prueba fehaciente de un cuerpo; y los recuerdos, quizá lo único que pruebe la existencia.
El espacio, coprotagonista
La narradora en primera es, además, la protagonista. Una adolescente huérfana que vive con su tía y abuela en la periferia del centro cosmopolita, rincón de una Buenos Aires dejada. Metida en una geografía barrial donde el charco está más cerca de convertirse en caldo que en río: “El mundo se lava, se deshace bajo el agua. Como un charco de barro y…”
A las imágenes que construye Adriana Billone, provistas de una orfandad encantadora, de un desamparo elemental, se accede sin obstáculos. Su escritura es directa, violenta, extraña. El rigor en la elección de cada palabra revela el trabajo familiar, diario, de su autora con la poesía. Mucho de la agudeza desencantada del mirar recuerda a los mejores pasajes de La elegancia del erizo, de Muriel Barbery.
Imposibles
No hay capítulo sin líneas relámpago: “Si la gente muere es porque no sabe plantar fresias.” Ni párrafos sin asomos a una lucidez que incomoda: “Me asusta la economía brutal de los milagros.” Ni hallazgos desparramados a lo largo de cada capítulo: “La voz que convirtió en recuerdo al mundo.”; o: “Ni soy. Ni estoy por ser algo más que un imposible.” Y siempre la Santa Rita (planta y también barrio), metáfora patrona de los imposibles.
La autora, Adriana Billone, en plena lectura del cilco Mamíferos Anónimos Parlantes
Basta acercarse a la orilla de estas páginas para quedar sumergidos. La cadencia del fraseo atrae a la lectura, tanto como la gravedad al cuerpo. La narradora va desplegando las intimidades de la protagonista con una aridez sin concesiones: “Existe, por ejemplo, una cosa que se llama padre.” La historia no es más que la de una pequeña que, a medida que avanza la novela, se va haciendo mujer en una soledad casi de clausura, entre otras mujeres “ocupadas en tareas que nunca producían algo bello.”
El relato se compone de una frágil interioridad que se abre en figuras punzantes, afiladas como los pedacitos de plástico que, con el caleidoscopio roto, nunca volverán a dar las fantásticas estrellas de luz, sino algo más atractivo. La singularidad dará lo bello. La casa de Vera, su protagonista; lo que sueña, vive, piensa y observa: “algo tiene que haber de cierto dentro de mí. Necesariamente.” La relación con Mercedes, su amiga, pero también los vínculos con Guarnieri, la docente que les enseña canto. Y el jardín y las flores como cosa otra o porción salvaje derrotada por el imperio civilizatorio. La dominación por la poda y el veneno. Otro síntoma del fracaso con que la cultura humilla a la vida bajo criterios de conveniencia.
Un jardín para disimular la muerte
Acaso antesala del miedo a lo que se marchita, deteriora, huele y muere sin que nuestra voluntad pueda llegar a hacer algo. O, tal como plantea: “empeñado en simular un orden, como si el vacío pudiera ordenarse”, observa Vera sobre la inutilidad de los gestos domésticos. Y, al mismo tiempo, sospecha que ella podría ser el sueño de su abuela, que “Casi no oye, casi no ve, casi no siente.” Entonces, en ese apenas o ese casi que no llega; ante la cancelación de una potencialidad que no se produce, no le queda sino perderse.
Aunque al mismo tiempo el sueño crea cosas, casas; e incluso inventa las historias para arrojarlas al mundo y que Mercedes, la abuela, la tía y Vera puedan, desde su imposibilidad, encontrar al fin la forma de no volver.
La autora estará presentando la novela y firmando ejemplares el próximo 09 de agosto, en Club de juegos «Rol&Weas», Jerónimo Salguero 1320, a las 19.30, con comentarios de Andrés Manrique y Liliana Díaz Mindurry, música de Pacto de Ruido, y delicias de Pastelería Numi. El libro ya puede adquirirse en Librería Hernández, Corrientes 1436,CABA.
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