La escena se repite, pero con un matiz distinto. El Gobierno de Donald Trump ha lanzado una nueva operación migratoria en Nueva Orleans, una ciudad acostumbrada a convivir con el peso de sus propias heridas y ahora empujada al centro del pulso político entre la Casa Blanca y los gobiernos locales demócratas. La acción, bautizada como «Catahoula Crunch«, pone el foco en migrantes de Honduras, Guatemala y El Salvador, y se suma al mapa creciente de redadas que el presidente ha ordenado para acelerar deportaciones y tensar la aplicación de las leyes migratorias.

El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) ha presentado el operativo como un esfuerzo dirigido a «infractores con antecedentes penales» liberados de la custodia local debido a políticas que limitan la cooperación con Inmigración. Pero, como ha ocurrido en Los Ángeles, Chicago o Washington D.C., el despliegue se mueve en una frontera más difusa: la que separa los objetivos oficiales de un impacto que, según denuncian residentes y organizaciones, termina arrastrando también a personas sin antecedentes y alimentando un clima de miedo difícil de medir, pero visible en las rutinas más cotidianas.

En algunos barrios de Nueva Orleans, el temor se abrió paso antes incluso de que los agentes federales pisaran las calles. En un pequeño restaurante familiar, una mujer colocó colchones improvisados para que sus parientes pudieran dormir allí, evitando trayectos entre casa y trabajo que pudieran acabar en un control. «Es por si acaso», explicó a un voluntario local. Ese «por si acaso» se ha convertido en una frase frecuente en las últimas semanas.

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Objetivo: migrantes «indocumentados»

Las autoridades federales dicen que el objetivo son migrantes indocumentados con supuestos antecedentes penales liberados por políticas locales; sin embargo, vecinos y organizaciones han denunciado que las redadas podrían afectar también a personas sin historial delictivo, alimentando el temor, la incertidumbre y reproches por «perfil racial».

Además del operativo, el Gobierno ha anunciado el próximo despliegue de tropas de la Guardia Nacional en la ciudad: un gesto que muchos interpretan como señal de militarización e intimidación en medio de un proceso que se extendería hasta fin de año.

Aunque la Casa Blanca lo presenta como un refuerzo logístico, muchos residentes lo leen como un gesto de militarización de un asunto que, para ellos, tiene más que ver con la convivencia y el tejido comunitario que con una amenaza a la seguridad pública. Ver uniformes federales y militares en calles ya marcadas por la desigualdad histórica despierta un recuerdo incómodo en una ciudad habituada a pasar por ciclos de intervención externa. El mensaje simbólico — que el Gobierno federal puede imponer su fuerza sobre el espacio civil — pesa casi tanto como la operación en sí. Y, mientras el operativo se proyecta hasta final de año, el debate sobre sus verdaderos alcances apenas empieza a abrirse entre autoridades locales que temen quedar arrinconadas entre la obediencia y la protección a sus propios vecinos.

Un manifestante sostiene una bandera de México frente al Edificio Federal Edward R. Roybal, durante una protesta contra las redadas migratorias federales, en Los Ángeles. DAVID SWANSON / REUTERS

La ciudad quiere seguir siendo una «burbuja»

La operación llega, además, en un momento simbólico. Un juez federal decidió en noviembre poner fin al decreto de consentimiento de 2013 que limitaba la capacidad del Departamento de Policía de Nueva Orleans de colaborar en la aplicación de leyes migratorias. Fue una pieza clave en la reconstrucción institucional de la ciudad, cuya policía sigue lidiando con un historial complejo. Aun así, la jefa del cuerpo, Anne Kirkpatrick, aseguró que Nueva Orleans no hará cumplir la ley federal de inmigración, manteniendo la línea de distancia que Nueva Orleans ha defendido durante años.

Las organizaciones de derechos civiles advierten que esta dinámica ya se ha visto en otras ciudades y que el patrón suele repetirse: aunque el discurso oficial habla de “delincuentes liberados por políticas locales”, en la práctica las redadas terminan afectando a personas sin causas pendientes, trabajadores con años de residencia y familias que nunca habían tenido contacto con el sistema judicial. En Nueva Orleans, los primeros testimonios hablan de controles en zonas con alta presencia latina y de personas detenidas tras identificaciones selectivas que recuerdan a los episodios denunciados en Los Ángeles y en otras ciudades donde operativos similares abrieron heridas profundas.

La Casa Blanca, sin embargo, avanza en otra dirección. Trump anunció el martes que la Guardia Nacional será desplegada en la ciudad en cuestión de semanas, un gesto que busca reforzar el alcance del operativo pero que también actúa como mensaje político hacia otras jurisdicciones que han intentado limitar la intervención federal. En agosto, el Departamento de Justicia incluyó a Nueva Orleans en su lista de «ciudades santuario», una etiqueta convertida ya en marca de disputa antes que en categoría jurídica.

Con 384.000 habitantes, Nueva Orleans se suma a un listado que no deja de crecer y que ya incluye operaciones similares en Charlotte, Carolina del Norte. La ofensiva migratoria es para Trump un terreno donde proyectar autoridad y recuperar una narrativa de control que considera central; para las ciudades afectadas, es otra prueba en un equilibrio cada vez más frágil entre seguridad, autonomía municipal y el tejido humano que sostiene a miles de familias inmigrantes.

En definitiva, la ciudad se enfrenta ahora a una operación cuyo alcance sigue siendo incierto. Y, como tantas veces, sus residentes observan, con una mezcla de cautela y cansancio, cómo las decisiones que se toman lejos vuelven a reconfigurar su día a día que ahora, de nuevo, vuelve a estar marcado por el miedo.