Cada año, el 31 de agosto no es una fecha más.
Es un símbolo, una grieta en el calendario.
Marca el final del verano, el regreso a la rutina y, para los que vivimos el ciclismo desde dentro, la marcha de Laurent Fignon.
Aunque hoy estemos en diciembre, lejos de aquel último día de agosto, vuelve a nosotros con la misma fuerza, como si su sombra ciclística no entendiera de estaciones ni meses.
Fignon siempre regresa, inevitable, incómodo, necesario
Su apellido sonaba duro, áspero, directo.
Igual que él. Fue un mal necesario, un ciclista de los que ya no se fabrican, que cada año extrañamos más porque su manera de competir no daba tregua.
Ganó dos Tours tan rápido y tan fácil que parecieron un destello, pero su figura quedó anclada en la memoria colectiva como la de un icono irrepetible.
En su mundo, Guimard conducía sin camiseta y a gritos, Lemond volvía del infierno de un accidente de caza para ganar dos Tours, y Perico convertía el ciclismo en cuestión de Estado.
Entre ellos tres se forjó el último ciclismo que conectó con los clásicos.
Fignon era altivo, distante, antipático. Y ahí residía su magia.
Podía estar sentado en un coche en el mercado de Sants, leyendo un papel que nadie más entendía, sin inmutarse ante una foto.
Era el hombre de cera del Systeme U, diseño suyo y de Guimard, los “avispas” del pelotón.
Atacaba donde no tocaba, avituallamientos incluidos. No dejaba que nadie respirara a su lado. Marcó a fuego a corredores y aficionados.
Su Tour de 1989 quedó escrito en piedra: la crono de Versalles, el escupitajo al cámara, Lemond arrebatándole la gloria en ocho segundos. Ocho segundos que valieron un mundo. Una vida.
Con los años, Fignon reconoció la inocencia rota de aquel ciclismo en un libro magistral.
Su trayectoria fue asimétrica, brillante y frustrante a partes iguales.
Aun en su declive, nos regaló la cabalgada de Mulhouse en 1992, justo después de que Indurain lo doblara en Luxemburgo. Genio y figura hasta el final.
Por eso, aunque el calendario diga diciembre, el 31 de agosto sigue ahí, vivo, latente, recordándonos que Laurent Fignon fue uno de esos ciclistas que justifican toda una vida de afición. Su espíritu nos recuerda, año tras año, que el ciclismo está hecho para sentirlo.

