El universo de Malva Canedo funciona bajo una lógica incuestionable: si diseñas un plan y lo ejecutas meticulosamente, obtendrás el único resultado posible. A tu favor, por supuesto. Por eso, ante el inminente divorcio de sus padres, esta adolescente pelirrosa se declara en huelga. Ha decidido que no saldrá de su cuarto hasta que sus padres reconsideren su separación. Es el tipo de razonamiento que cobra perfecto sentido cuando tienes diecisiete años y sientes que los adultos toman decisiones que destrozan los mundos ajenos sin consultar a quienes los habitan. Lo que Malva ignora es que su decisión de encerrarse le permitirá reencontrarse con Ónice, el vecino que se distanció de ella cuando sus “excentricidades” la llevaron a ser considerada “la rara”.
Es precisamente esa tensión entre autenticidad y aceptación social lo que Michelle Rangel explora en La chica que coleccionaba crayones (Planeta, 2025), su primera novela. La trama surge de una pregunta que la autora formulaba desde la infancia: «Si fueras un crayón, ¿cuál serías?». Rangel, con más de dos millones de seguidores en TikTok y autora del poemario Querido diario, ha convertido esa curiosidad en una indagación sobre las complejidades de resistir la presión social en un presente que constantemente nos empuja hacia la conformidad.
“Malva es un personaje muy valiente”, explica Rangel. “Siempre digo que si yo fuera valiente, sería como Malva. Ella es todo lo que yo quisiera ser: alguien a quien no le importa lo que piensen de ella”. Es una confesión que revela la tensión central del libro: la distancia entre quien somos y quien aspiramos a ser.
La chica que coleccionaba crayones se cuenta desde la perspectiva de sus dos protagonistas.
Malva es una chica que habita un universo tan vibrante como la explosión rosa de su cabello. Con un talento innato para fusionar colores y texturas de maneras sorprendentes, diseña sus propias prendas. Además, es la orgullosa dueña de un amplio repertorio de datos curiosos sobre crayones y es una amante irredenta de los libros. Esa pasión lectora la conecta con Dodi, la bibliotecaria de la escuela. Aunque puede parecer una mujer gruñona a primera vista, en el fondo es una persona cálida que, a su manera, también responde al afecto de Malva.
Ónice, por otro lado, es el chico popular que esconde varios resentimientos: su hermana Violeta ahora sale con Esme —que era su novia—, su padre abandonó a la familia y ahora su mayor anhelo es vencer a su papá en el Festival del Queso Rodante, como si esa victoria pudiera servirle de venganza simbólica.
“Inicialmente, yo quería contar la historia solo desde la perspectiva de Malva”, explica Michelle. “Sin embargo, me parecía interesante conocer los pensamientos del personaje masculino, saber qué pensaba, qué decía. Quería crear un buen balance”.
‘La chica que coleccionaba crayones’ (Planeta)
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Michelle no revela el sitio donde transcurre esta historia ni ofrece pistas sobre la apariencia de sus personajes. Esto, por supuesto, es una decisión deliberada. “Vivo en frontera, entre dos culturas. Hablo inglés y español”, explica. “No quería limitar la historia a México, pero tampoco quería ser una de esas escritoras que pone nombres estadunidenses”. Su intención, dice, era que cualquier lector pudiera verse reflejado en Malva o en Ónice.
¿Y qué pasa con los crayones? La pregunta que Michelle hacía en su infancia —Si fueras un crayón, ¿cuál serías?— se transformó para Malva en una manera de comprender a los demás y dotar de sentido a su entorno. En su universo, puede asignar un color a cada persona, basado en sus características, su personalidad o el impacto que generan en ella. Por eso, Malva atesora su colección de crayones, porque funcionan como un mapa emocional que la guía en un mundo que raramente la comprende.
Malva entiende lo que significa ser marginada. Sus antiguos amigos se distanciaron cuando, a su juicio, empezó a convertirse en “la rara”.
Quizá por el cabello rosa, por su afición a pegarse estampas en el cuerpo, por hablar sin parar sobre crayones o tal vez por alguna otra razón incomprensible.
Es una situación común: la necesidad de encajar puede destruir amistades que parecían inmunes a ese torbellino llamado adolescencia.
El tránsito de la poesía a la novela resultó ser un gran desafío para Michelle. “La poesía es donde siento que puedo ser yo misma”, admite. Además, tuvo que luchar contra sus propias inclinaciones.
Le atraen “las cosas tristes” y “escribir sobre tragedias”, sin embargo, deseaba que esta historia tuviera un matiz diferente. Quería demostrar —y demostrarse— que también es válido disfrutar y pasarla bien.
Michelle sabe que su periplo literario apenas comienza. “Estoy satisfecha con lo que creé, pero sé que puedo mejorar”, dice. “Ahora, cuando leo, tengo otra mentalidad. Presto más atención a cómo están hechas las historias. Eso me está ayudando bastante”.
Esa apertura al aprendizaje define tanto a Michelle como a Malva. Ambas comprenden algo esencial: hay que “dejar las ventanas abiertas para dejar que el mundo te sorprenda”.
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