Isaac del Toro incendió el Giro y mucho más en Siena
Apenas habíamos cruzado la primera gran etapa decisiva del Giro —dejando a un lado la llegada en alto que actuó más de prólogo que de sentencia— y ya volvía a sonar el runrún eterno: ¿quién mandaba realmente en el UAE Team Emirates?
¿Dónde estaba el líder natural del bloque más poderoso del Giro?
El debate era cíclico, casi folclórico, porque en el fondo daba igual lo que hicieran: llevaban un equipazo que podía repartir jefaturas por media categoría WorldTour.
Y en ese universo de nombres brillantes, la etapa de Siena, la de tierra noble y cicatriz blanca, habló más claro que muchas ruedas de prensa.
Lo hizo con la contundencia de un martillo:
Isaac del Toro estaba pidiendo paso.
Y no con susurros, sino con una actuación tan completa que costaba recordar algo parecido de un debutante.
En los caminos donde un par de meses antes Tadej Pogačar había arrasado sin contemplaciones —porque allí el esloveno no perdonaba nunca— emergió el mexicano sin matices, creciendo a cada sector, cómodo donde otros sufrían, fino donde otros dudaban.
La jornada tenía un invitado de lujo: Wout van Aert, que encontró en Siena el terreno para volver a ganar, reivindicando su jerarquía en ese ciclismo sin etiquetas, mitad clásico, mitad gran vuelta.
Que Van Aert venciera allí donde el ciclismo era una mezcla de habilidad, potencia y temple solo engrandeció lo que hizo Del Toro: plantarle cara, incomodarle, obligarle a mirar por el retrovisor. Y cuando a un especialista así se le hacía dudar, se estaba diciendo algo importante.
El mexicano no solo puso piernas: puso inteligencia, lectura, frialdad. Se movió cuando debía, tensó el grupo, atacó con precisión quirúrgica y dejó un mensaje inequívoco para Roglič… y para su propio equipo.
En UAE había más de un gallo, y el corral era pequeño.
Ayuso, sobre el papel, seguía siendo el valor seguro.
Pero ignorar lo que estaba haciendo Del Toro habría sido, simplemente, no entender este ciclismo.
Tenía piernas, tenía cabeza y, sobre todo, tenía hambre. En un deporte donde los jóvenes llegaban con la madurez de veteranos, pensar que no podía sostener eso hasta Roma era vivir en otro tiempo.
Había esperado su momento. Lo tenía.
Y si seguía así, no solo se habría vestido de Adam Yates: podía ganar aquel Giro.


