El fragmento que encontrará a continuación es el quinto capítulo del más reciente lanzamiento de William Ospina. El libro se titula No llegó el cambio y hacia atrás asustan y estará disponible en las principales librerías de Colombia. 

Un desafío a Gustavo Petro

Es sabido que yo no apoyé a Gustavo Petro en las elecciones pasadas. Que preferí a quien prometía solamente detener la corrupción y frenar los abusos de un Estado burocrático y derrochador, clientelista e irresponsable. Pero todo el tiempo dije que tanto la propuesta de Petro como la de Hernández eran para mí propuestas respetables de cambio, que por un momento lograron dejar fuera del juego a las odiosas maquinarias políticas que tienen a Colombia profanada y postrada.

Hoy quiero repetir que la propuesta de Petro me parece una propuesta honesta de cambio, pero tengo que añadir que los caminos que escoge el presidente Petro para realizar sus propuestas me parecen terriblemente equivocados. Si Petro no da un viraje radical en su modo de gobierno, puede arrastrar al país a una postración todavía mayor.

Petro es el hombre de los diagnósticos correctos y de las soluciones equivocadas. Sabe que hay que cambiar el país, pero pone a depender los cambios de la corrupta clase política enquistada en el Congreso. Sabe que hay que cambiar el régimen de producción agrícola, pero pone a depender el cambio de un negocio con los terratenientes. Sabe que hay que hacer la paz, pero pone a depender esa paz de la voluntad de los guerreros, de las insurgencias, de las bandas criminales. Cree que se puede combatir el cambio climático planetario dejando de extraer el poco petróleo del que se alimenta Colombia.

No llegó el cambio y hacia atrás asustan Foto:Penguin Random House

Sin embargo, el poder de la presidencia es enorme, y es mucho lo que un presidente puede hacer si no se somete a la peor costumbre de la política colombiana: creer que es con nuevas leyes como se cambia al país, cuando el país de Francisco de Paula naufraga en leyes que nunca se aplican. Con las leyes que hay, si se aplicaran, podrían lograrse grandes avances sin tener que gastar cuatro años de gobierno (que pronto serán solo dos y medio) en forcejear con parlamentarios mañosos y corruptos que al final le dirán, como se dice en México, «que siempre no».

Yo sé que si se les compran tres millones de hectáreas a los terratenientes, el Estado vaciará sus arcas y no tendrá ni cómo repartírselas a los campesinos ni cómo financiarles sus miles de procesos de productividad antes de que ellos se vean obligados a venderlas de nuevo a menos precio del que costaron. Y mientras tanto la clase ociosa de los terratenientes «partirá canturreando su poema más triste» con los sesenta billones que se embolsillaron gracias a la nostálgica ilusión agrarista.

Pero lo que exige con urgencia el momento es una poderosa agroindustria en manos de cooperativas y de todo el sector solidario, tomando en arriendo las tierras necesarias, invitando al empresariado a participar y a financiar las obras de infraestructura, vías, centros de acopio y distritos de riego, y llamando a la academia a realizar con el Estado el diseño de mercados que le dé rumbo a esa nueva productividad, tanto en el espacio interno como en el latinoamericano y mundial.

El país puede producir no solo toda la comida imaginable, sino lo que cada vez va a necesitar más esta época: alimentos sanos y frescos, cultivados orgánicamente, cuya producción no envenene más nuestros campos y nuestros ríos, de modo que unas marcas de origen orgánicas con la palabra Colombia, ya aprestigiada por la tradición cafetera, se abran camino en el mundo.

Ello equivaldría además a limpiar los suelos, salvar los ríos, responder de verdad a los desafíos de la época, cuidar el agua, y darles valor agregado a nuestros productos. La modernidad no es volverle la espalda al campo ni dejarlo ocioso, sino aliar el cultivo de esta naturaleza exuberante con ríos de conocimiento y con una fuerza de trabajo cuidadosa y sofisticada, como la que la economía cafetera ha sabido aprestigiar durante décadas.

Recuperar el orden urbanístico y la belleza de tantos centros urbanos hoy abandonados y convertidos en basurales no solo permitiría valorizar grandes áreas muertas para la economía sino dar trabajo a miles y miles de personas, y devolver su dinámica económica a las ciudades. Recuperar los sitios de la memoria en el esplendor de estos paisajes le daría cientos de atractivos nuevos a nuestro mapa turístico. Y hay que saber que una economía productiva de gran impulso es lo único que puede evitar que dependamos tanto de las economías ilegales y criminales.

Colombia parece que padeciera de un millón de males incontrolables, pero la causa es una sola: es la falta de una economía legal fuerte, incluyente, solidaria y generosa, lo que multiplica día tras día las cabezas de la hidra infernal. Y ese es el gran viraje que necesitamos: darles un papel protagónico a los únicos que saben de paz: la inmensa sociedad pacífica que lleva ochenta años esperando las promesas que no cumplió la traicionada «Revolución en marcha», las esperanzas que sembró Gaitán y que decapitó la violencia, las ilusiones que sembró la izquierda democrática y que hay que cumplir con obras y no con discursos.

Los protagonistas del cambio en Colombia no pueden ser los politiqueros, ni los terratenientes, ni los guerreros, ni las bandas criminales, sino los ciudadanos pacíficos que quieren trabajar, que quieren conocer su país, que quieren darles un futuro a sus familias, y que ven con desaliento cómo los gobiernos solo dialogan y le hacen concesiones a todo el que tenga un arma en la mano.

Con decretos de emergencia y sin la intromisión aparatosa de la burocracia, en Colombia se reconstruyó Popayán en el 83, se reconstruyó en tres años el Eje cafetero, se enfrentó la ola invernal del 2012. La presidencia puede obrar cambios reales sin agotar sus fuerzas en un pulso inútil con políticos corruptos y con guerreros impredecibles, dando impulso real a la iniciativa ciudadana y a su emprendimiento.

Lo que en este momento sí justifica un decreto de emergencia es la catástrofe del litoral del Pacífico, la reconstrucción en grande de Tumaco, de Buenaventura y del Chocó, dándoles empleo a millones para que no reinen allí las bandas criminales, que parasitan del abandono y de la necesidad de los jóvenes. Y tal vez para eso sí serviría la ayuda de China, ya que a Estados Unidos nunca le ha interesado darnos otra ayuda que la asistencia militar, cuando lo que necesitamos es trabajo, cuidado de la naturaleza y economías prósperas y protectoras.

No llegó el cambio y hacia atrás asustan Foto:Cortesía

No pongamos a depender los cambios de un Congreso corrupto, la economía de unos terratenientes sin espíritu empresarial y la paz de unas bandas criminales. Persistir en eso sería la ruina de este gobierno, y algo mucho peor, la extenuación de Colombia.

Redacción Cultura