Hace unos quince años el diario El Mundo, dirigido entonces por Pedro J. Ramírez, publicó en portada una fotografía que, en realidad, nunca existió. En ella aparecía el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, acompañado por varios dirigentes socialistas y sindicales. La particularidad de la imagen —que solo se conoció después— era que se trataba de un montaje realizado a partir de dos fotografías distintas, tomadas en momentos diferentes del mismo acto.
Según responsables del propio diario, la decisión se justificó por razones puramente estéticas: siempre resulta —vinieron a decir— más agradable para el lector una única imagen potente que dos fotografías separadas. Aunque en círculos periodísticos y fotográficos se generó un notable revuelo, lo cierto es que el episodio no pasó de ser un tímido chascarrillo en una época previa a las redes sociales. En general, ni trascendió a la opinión pública ni, francamente, pareció importarle demasiado a nadie.
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Quizá sería exagerado afirmar que de aquellos polvos vienen estos lodos, pero resulta innegable que el hecho de que un director de periódico diera el visto bueno a una manipulación gráfica —con independencia de su gravedad concreta— suponía ya un primer paso preocupante. No se trata de si la primera manipulación es más o menos grave; lo verdaderamente grave es haber cruzado la línea. Porque una vez que se manipula, el precedente queda establecido.
Durante décadas, los medios de comunicación mantuvieron una política de tolerancia cero frente a cualquier alteración de la imagen informativa. Una política tan estricta —y tan seria— que la sanción habitual era el despido fulminante. Aún recuerdo la expresión de una compañera cuando descubrió que, en pleno fragor de una intensa campaña electoral, lo que había eliminado en la edición de una fotografía con una PDA, creyendo que era una simple mancha del sensor, resultó ser un enchufe perfectamente real.
La imagen generada por IA usada por ElEspañol para ilustrar un reciente artículo.
Por eso, cuando la semana pasada supimos que el diario digital El Español -dirigido por Pedro J. Ramírez- había ilustrado una noticia con una imagen de los presuntos corruptos Santos Cerdán, Leyre Díez y Vicente Fernández, generada mediante inteligencia artificial, el escándalo fue generalizado. Nos indignó a todos, pero al mismo tiempo muchos confirmamos lo que ya temíamos: que antes o después alguien se atrevería a hacerlo.
Leído así, podría parecer que hemos pasado de cero a cien, que la publicación de imágenes generadas por IA cruzaba una línea que nadie se había atrevido a traspasar. Pero, desgraciadamente, nada más lejos de la realidad. El caso de El Español puede haber sido el que más ampollas ha levantado, pero ni es el primero ni, por supuesto, será el último.

Y, en parte, todos compartimos cierta responsabilidad por haber mirado hacia otro lado o haber reaccionado con tibieza: que si era evidente que la imagen era IA y no hacía falta aclararlo, que si se trataba de una publicación de escasa relevacia, que si ya se indicaba en el pie de foto… Excusas autoimpuestas para no querer ver el elefante en la habitación.
La imagen en cuestión reúne todos los ingredientes de la manipulación contemporánea. Primero, porque a ojos inexpertos —es decir, para el 99,99 % de quienes la ven— pasa perfectamente por una fotografía real.

Y segundo, porque, aunque en el pie de foto se explica que se trata de una imagen generada por inteligencia artificial, en el tuit del propio diario, visto decenas de miles de veces, no se hace mención alguna a su naturaleza sintética. El resultado, buscado o no, ha sido evidente: la imagen ha comenzado a replicarse por otros periodistas y medios sin advertir que se trata de una foto falsa. Y cuando eso ocurre, el daño ya está hecho.
En una entrevista reciente, el director de eldiario.es, Nacho Escolar, señalaba una paradoja inquietante: vivimos en la época en la que el acceso a la información es más fácil que nunca y, sin embargo, nunca habíamos estado tan expuestos a la desinformación. Mientras el periodismo pierde credibilidad desde hace años, una parte creciente de la ciudadanía prefiere informarse a través de vídeos de YouTube en los que un incel gesticulando de forma grotesca asegura, sin el menor pudor, que nos fumigan con grafeno.

Durante demasiado tiempo, los medios tradicionales observaron con condescendencia —cuando no con abierta indiferencia— cómo las redes sociales se convertían en un espacio sin reglas, donde la mentira circulaba sin contraste ni consecuencias. Se menospreció el fenómeno, se asumió que se trataba de ruido marginal o simple charlatanería digital, convencidos de que nunca podría competir con el periodismo “serio”.
Cuando los medios reaccionaron, ya era tarde. Habían perdido la centralidad del relato y, en lugar de reivindicar aquello que los hacía distintos —el rigor, la verificación y la honestidad intelectual— optaron por imitar las peores prácticas de aquello que debían combatir. Hoy no solo compiten con las redes, sino que las copian de forma cada vez menos disimulada: titulares diseñados para incendiar, imágenes manipuladas o ya, desgraciadamente, directamente falsas, medias verdades convertidas en espectáculo y una carrera desesperada por no quedarse atrás en el timeline.
En ese proceso, el periodismo no solo renuncia a su papel como dique frente a la desinformación, sino que contribuye activamente a normalizarla, confirmando la paradoja más amarga de todas: quienes debían señalar la mentira han terminado aprendiendo a convivir con ella e incluso a reproducirla. El periodismo empezó a dejar de serlo el día que asumió que, cuando se cuelga de un precipicio, cualquier asidero es aceptable.
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