La mejor lectura —la que de verdad importa— es aquella que nos invita a reflexionar sobre la vida, sobre todo lo que nos jugamos. A veces, esa lectura llega en pequeñas dosis, en libros perfectamente asumibles y muy apetecibles para estas calurosas noches de verano.
Sugiero un título llamativo para esta columna con el objetivo de atrapar lectores como moscas. Aunque, de hecho, la novela El lector, de Bernhard Schlink, nos habla de las desventuras de un joven estudiante de quince años en la Alemania nazi de los años treinta.
Ahora que se ha puesto de moda frivolizar con términos tan perturbadores como el de «nazi» —y a quien no le perturba, quizá debería repasar un poco de historia—, conviene recordar aquellas matanzas industriales ejecutadas por muchos miembros de las SS en los campos de concentración, bien llamados después campos de exterminio.
En esta exquisita lectura asistimos al romance entre el joven protagonista y una mujer soltera de treinta y seis años, que pasa el verano acostándose con él un día sí y otro también. En un giro sutil de los acontecimientos, las tardes las pasará también dejándose llevar por la voz de su joven amante, que le leerá en voz alta páginas y páginas de los grandes clásicos.
Poco tiempo después, la mujer desaparece sin dejar rastro. Se ha ido a algún lugar y el joven continúa con su vida, con sus estudios. Hasta que la vuelve a ver, años después, en un juicio por crímenes del Holocausto, donde ella se declara culpable de haber participado en el asesinato de miles de personas en las cámaras de gas de Auschwitz.
Nunca he entendido del todo por qué hay tanta literatura sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre el Holocausto. Pero en estos días, cuando asistimos a un nuevo genocidio en la frontera de Gaza y cuando se lanza alegremente el calificativo de «nazi» a cualquiera en nuestro país, pienso que quizás siguen siendo pocos los libros sobre ese oscuro y todavía reciente episodio de nuestro pasado.