Forma parte, es archisabido, del anecdotario top de la historia del rock. El 5 de junio de 1975 entró al estudio un tipo cargando dos bolsas de plástico. Nadie sabía quién era. Ni Waters, ni Gilmour, ni Mason, ni Wright reconocieron a Syd Barrett, fundador de la banda, cantante y guitarrista original, letrista y compositor de todas las canciones de aquella primera época. El mismo Barrett que había bautizado al grupo en homenaje a sus bluesmen de cabecera, Pink Anderson y Floyd Council. Barrett se sentó por ahí, protagonizó algunas charlas deshilvanadas y hasta se quedó a brindar por Ginger, la flamante esposa de Gilmour. Incluso volvió un par de veces, mientras la banda avanzaba con el registro del disco. Jamás se percató de que el tema estructural del álbum hablaba de él; que lo instaba a volver a brillar como lo que era: un diamante. Así como entró y saludó, Barrett salió de Abbey Road y, para siempre, de la saga de Pink Floyd. Su banda. Según los pocos que lo frecuentaron hasta el final -murió en 2006-, más que loco o desconectado de la realidad, Syd oscilaba entre la perplejidad y cierta sensación de enojo permanente. Como una reseca infinita del ácido que lo había quemado. En fin, la obra cumbre de Pink Floyd habla (mucho) de él.