Induraín no sólo nació cerca de los Pirineos, en ellos se hizo grande

Los Pirineos han sido, para Miguel Indurain, algo más que un escenario de carrera: fueron su territorio emocional, el paisaje donde se fraguó el ciclista que acabaría dominando el mundo.

Nacido en Villava, en esa generación casi mágica de 1964, Indurain creció con la cordillera a un paso, apenas cuarenta kilómetros que separaban su casa de Roncesvalles, puerta eterna del Camino de Santiago.

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Para cualquier otro, un destino de excursión. Para él, un laboratorio de fondo, frío y silencio.

Desde aquellos primeros años, Miguel encontró en las rutas de Larrau, Ochagavía y Valcarlos algo parecido a un lugar sagrado.

Allí, en los puertos donde tantos peregrinos inician su aventura, él moldeaba unas piernas que acabarían rompiendo récords en el Tour.

Por cercanía, por costumbre y por un vínculo difícil de explicar, los Pirineos siempre le fueron fieles.

Su romance con la cordillera empezó pronto, cuando aún se buscaba a sí mismo en el Tour. La victoria en Cauterets fue su carta de presentación, el primer aviso de que el navarro iba muy en serio.

En Luz Ardiden, poco después, lo confirmó: allí se vio, quizá por primera vez, al corredor que podía aspirar a todo, dejando atrás incluso a un campeón como Lemond. Ese día, la montaña habló claro.

No tardaría en llegar lo realmente grande.

El Tour de 1991 no arrancó bien para el ciclismo español ni para Banesto, y las primeras jornadas fueron una travesía poco amable.

La crono larga que ganó Miguel sirvió para ventilar dudas, pero aún quedaba mucho por coser.

Y entonces llegó la etapa de Jaca a Val Louron, un maratón pirenaico de los que pasan a la historia sin pedir permiso. Indurain, aparentemente discreto al inicio del Tourmalet, enlazó su destino al de Chiappucci y juntos desmontaron la carrera.

En Val Louron, Miguel se vistió de amarillo por primera vez. Y ya no se lo quitaría.

A partir de ahí, los Pirineos fueron su feudo.

Allí firmó capítulos decisivos, tanto en su ascenso como en su reinado. Incluso en el Tour del Porvenir había dejado indicios de que aquella cordillera le sentaba bien.

En ella entrenó, ganó, sufrió… y también se despidió, pues en Hautacam, en 1996, cedió su aspiración al sexto Tour.

Pero fue la excepción que confirma una norma evidente: para Indurain, los Pirineos fueron más abrigo que tormenta.

Un lugar donde, casi siempre, la montaña le devolvía lo que él le entregaba.