La levedad del corazón en Forrest Gump

«La vida es como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar», Forrest Gump.

Hay una forma de sabiduría que el mundo moderno —en su embriaguez de arrogancia, cinismo y sofisticación— ha decidido sepultar bajo el nombre de simplicidad. Al observar a Forrest Gump sentado en aquel banco de Savannah, sin embargo, nos enfrentamos no a un hombre limitado, sino a un hombre liberado. Forrest es el inocente sagrado que cruza el mundo sin que la malicia lo contamine. Hay historias bajo cuya aparente sencillez se oculta una profundidad que solo se revela ante los ojos del alma y la pausa del pensamiento.

Forrest Gump (1994) no solo es una película que narra los avatares de un hombre con bajo coeficiente intelectual, sino una reflexión ontológica sobre la transparencia. Ambientado en un convulso siglo XX estadounidense, que se agita entre guerras, magnicidios y revoluciones culturales, el filme nos muestra a Forrest cruzando por el medio de tales acontecimientos con pasmosa honestidad. Podría decirse que su vida es una silenciosa respuesta a la pregunta de Heidegger por el ser: Forrest no analiza el ser, él es. Su existencia no está mediada por la angustia existencial, sino por una radical presencia en el aquí y el ahora.

El papel de la señora Gump en la vida de Forrest es crucial, demiúrgico. No es una simple madre —¿o sí en lo que de profundo entraña esa palabra?—. Ella es la cartógrafa del alma de su hijo. Habiendo comprendido que el mundo es cruel con quienes tienen alguna condición especial, se apresuró en entregarle una gramática de la dignidad.

Cuando la señora Gump dice, por ejemplo, que «tonto es el que hace tonterías», no está elaborando un inocente juego de palabras: está desplazando la identidad del individuo desde el determinismo biológico y social hacia la ética del acto, una ética en la que el sentido de la vida no se encuentra en el porqué de las cosas, sino en cómo tratamos a quienes nos rodean. Así pues, la madre le otorga a Forrest una identidad basada en sus acciones y virtudes —más que en su coeficiente intelectual—, y hace que su hijo crezca en un ambiente donde las palabras actúan como un sistema operativo moral.

Así como no es posible comprender a Forrest sin la figura materna delineando su ética, no podemos apreciar los alcances de dicha ética sin el contraste que hace con el papel de Jenny Curran. Ella y el teniente Dan son los personajes más humanos del filme y los que cargan sobre sus hombros el peso de su época. Mientras Forrest atraviesa la historia ingenuamente, ella la sufre hasta su propio deterioro. Jenny es el símbolo de la modernidad herida.

Jenny representa el ave que ansía volar no porque le atraiga el cielo, sino porque le horroriza la tierra. Su anhelo no es una libertad para: desea a toda costa huir del padre abusador, pero, sobre todo, de su propia ignominia y elige desatinadamente ser libre en las drogas y el sexo, hasta que llega al borde del suicidio. Ella representa a cabalidad el difícil tránsito de la generación de los baby boomers por el nihilismo contracultural de los sesenta.

La tragedia de Jenny es, en definitiva, la de quienes se sienten indignos de ser amados. Por eso huye también de Forrest. Él, en su pureza, solo consigue operar como un espejo convexo en el que Jenny ve magnificado su desdoro. La escena en la que lanza piedras a lo que queda de la casa paterna es todo un símbolo de resentimiento contra el pasado. Y la respuesta de Forrest, en su aparente sencillez, es profunda: «Supongo que a veces no hay suficientes piedras». Nunca habrá suficientes piedras si elegimos lapidar el ayer. La reconciliación final de Jenny consigo misma y su historia ocurre cuando acepta que el amor ocupe el centro de su vida. Su muerte, podría decirse, es el aterrizaje conclusivo de un vuelo extenuante.

La otra figura profundamente humana es la del teniente Dan, con la que también contrasta la ética de Forrest. Si Jenny representa el nihilismo existencialista, Dan encarna el determinismo fatalista. Convencido de que —lo mismo que sus ancestros militares— está predestinado a morir heroicamente en el campo de batalla, es el hombre de la tradición militar y el destino manifiesto. En este contexto, la pérdida de sus piernas es una castración de su identidad y la fractura de su propósito vital. Forrest, al salvarlo de la muerte, lo ha deshonrado.

El odio de Dan hacia Forrest es, más exactamente, hacia la arbitrariedad de Dios. El teniente no entiende, por más que intenta, por qué ha tenido que sobrevivir a la guerra como un lisiado. Desde su perspectiva, un tonto como Forrest apenas ha recibido un disparo en un glúteo en tanto que él, el soldado que merecía el glorioso destino de la muerte en batalla, ha regresado mutilado. No hay lógica en ello, solo determinismo fatal y absurdo.

Dan, sin embargo, es un combatiente. Subido al mástil del barco camaronero, y en medio de una violenta tempestad, el teniente desafía a Dios en una escena que recuerda el combate de Jacob con el ángel (Gn. 32,22-32). Es el símbolo del hombre racional moderno exigiendo una explicación al caos y al absurdo, pero solo recibe el silencio del cielo y de Forrest —en palabras de Camus, «la tierna indiferencia del mundo»—.

Lo mismo que Jacob, el combate termina con una bendición y el teniente se sumerge —alegoría de un bautismo— en las quietas aguas tras el huracán, reconciliado consigo y con su pasado, en paz. Ha comprendido finalmente que el verdadero honor no consiste en morir por una causa, sino en tener el valor de vivir a pesar de las derrotas. La transformación de Dan —del determinismo trágico al providencialismo— es la más profunda del filme. A diferencia de Jenny, que muere, él simboliza el renacer desde las cenizas, la anábasis.

Forrest, como ya se insinuó, adquiere su relieve metafísico en tanto que personaje por medio del dibujo ontológico de la madre y la silueta que ayudan a delinear por contraste Jenny y Dan. En él no hay ambición ni deseos de ostentar, casi no vemos su ego, apenas la levedad de su corazón transformando el entorno sin percatarse de ello. Así, por ejemplo, echa a correr tras el abandono de Jenny, primero por catarsis, después porque «tenía ganas de correr», nunca por ganar una medalla o el reconocimiento de la sociedad. Es el país, roto y desnortado como estaba, el que ve en su carrera un símbolo espiritual, pero en Forrest solo hay una honestidad radical. Al cabo, se confiesa cansado y todo termina tal cual empezó: en su interior. Correr ha sido para él una larga meditación en movimiento.

Hay dos simbologías muy profundas en la película que se articulan magistralmente con la levedad del corazón en Forrest: el banco y la pluma. A pesar de que Forrest responde al arquetipo del inocente sagrado, no opera desde un axis mundi (‘eje del mundo’) vertical que conecta el mundo de la divinidad con el terrenal. Aquella banca de Savannah se parece más a lo que Bruno Remaury ha denominado, tres décadas después, el mundo horizontal: agotada la trascendencia religiosa que comunicaba lo humano en ascenso con lo divino, solo resta una infinita horizontalidad en la que la sucesión de momentos nos agota en lo intrascendente.

Forrest pareciera decirnos que la memoria y la narrativa de lo que hemos sido son antídotos contra el vacío del perenne fluir de la razón instrumental. En un mundo donde todos están ocupados en ir de un sitio al otro para ser eficientes en algo, él está sentado contando su historia, tal como los ancianos de las que llamamos primitivas tribus.

La pluma, por su parte, adquiere enorme relevancia en la escena del monólogo al pie de la tumba de Jenny. Forrest se debate entre dos tesis, que resuelve sintéticamente: «Jenny, no sé si mamá tenía razón o si es el teniente Dan. No sé si cada uno de nosotros tiene un destino, o si todos estamos flotando accidentalmente, como en la brisa, pero creo que tal vez sean ambas cosas. Tal vez ambos estén sucediendo al mismo tiempo». La lección de Forrest es compleja, pero honesta: somos arquitectos de nuestro destino, y también náufragos del azar.

Al final de la película, padre e hijo esperan el autobús escolar. El primero saca de la mochila del segundo un libro del que cae una pluma, una pluma que en su vuelo ascendente al cielo nos recuerda lo frágiles que somos estando de paso, una pluma que puede posarse en cualquier sitio —grande y glorioso o pequeño e insignificante—, una pluma que nos dice que la vida no es un enigma a ser descifrado por la razón, sino un misterio que debe ser abrazado por el corazón. En un mundo que apesta a hierro oxidado, la auténtica inteligencia es una ternura sapiente, la lealtad a los que amamos y la paz de ser lo que debemos ser.

@JeronimoAlayon