Una noche antes de partir hacia Montevideo, donde no había estado desde 1996, cuando conocí en vivo y en directo al ya por entonces notorio y mediático Gustavo Escanlar, tomé mi bicicleta y, en el frío y la neblina de un Santiago azotado por una ola polar innoble, pedaleé hasta la Plaza Uruguay, un sitio algo escondido.

La Plaza Uruguay es un lugar de Santiago que asocio a epifanías e intimidad cinematográfica. En esta plaza, ajena al tráfico, central y a la vez algo al margen, es donde se me han ocurrido cierres de libros, comienzos de crónicas, escenas de películas, y donde una vez vomité, lleno de ansiedad y envidia y rabia al sentir que había desperdiciado buena parte de mi vida escribiendo en lugar de filmar.

Es aquí, en la Plaza Uruguay, donde quiero empezar este viaje rumbo a Escanlar.

Esto no es acerca de mí: es acerca de alguien que apenas conocí, con quien estuve solo unas horas en dos momentos y dos continentes distintos en un lapso de tres años. Alguien a quien vi por última vez hace doce años, en mayo de 1999, en un congreso literario organizado por Casa de América, en Madrid, donde, de alguna manera, él se robó el show y, al mismo tiempo, lo destrozó. Aquella tarde calurosa en Casa de América entendí que, entre toda la grasa, el pelo, el talento y las pulsaciones de Escanlar, había un ser que no era capaz de contenerse. Debajo de su máscara de chicotravieso-encantador-seductor había una bestia cuya meta era clara: destrozarlo. Destrozarse. No salir vivo de allí.

En la plaza saqué una libreta y anoté los nombres de uruguayos que conocía y tomé la decisión de no llevar mi cámara. Esto no era un viaje para locacionar; era una peregrinación literaria. Pero este viaje, esta búsqueda, esta posibilidad de ir detrás de un muerto reciente y poder conversar con sus amigos y amores me parecía caída del cielo. ¿Qué mejor que pasar una semana conversando sobre libros y escritores y releer la obra de alguien que pudo ser tu amigo? No partía a Montevideo tras un desconocido; iba en busca de trozos de vida de un compañero de ruta a quien siempre sentí cercano. Partía a Uruguay, pensé, a buscar la historia de un escritor que tuvo menos suerte que muchos de sus contemporáneos. Quizás, anoté, en Montevideo me encontrara con un libro sin terminar. Quizás pudiera acceder a sus diarios, cartas, moleskines, libros subrayados. Entre las cosas que pensé sentado en uno de esos bancos de la Plaza Uruguay fue en días tranquilos, leyendo a Escanlar en los míticos cafés de la Ciudad Vieja. Ese era mi plan: una agenda literaria, mucho abrigo y bufanda, recorriendo librerías de viejo, conversando con escritores de todas las edades, no solo de Escanlar sino de libros, de gustos, de proyectos.

Me equivoqué.

Rotundamente.

Fotografiado por Rafael Lejtreger para la revista Freeway, en 2005, cinco años antes de su muerte

NO ES FALTA DE CARIÑO

Por un tiempo, en los años noventa, fui un fan de Escanlar.

O, al menos, un fan de la idea de Escanlar. O de la idea de que existiera alguien como Escanlar. Creí que era alguien indispensable, el mejor de todos pero el que tenía menos suerte, el Manuel Puig posmoderno-rockero que estaba dispuesto a sacrificar su obra con tal de que su obra fuera personal. Leer a Escanlar por primera vez fue algo impactante: no parecía latinoamericano, no parecía escritor. Más que escribir, parecía que lo suyo era música industrial; más que narrar, daba la impresión de estar vomitando y jalando al mismo tiempo. Por eso mismo, porque sentía que no había nadie ni remotamente parecido, lo invité a participar en un par de antologías (McOndo, en 1996; y cuatro años después, Se habla español) donde siempre era el mejor o, al menos, el más freak, el más eléctrico.

Ahora, después de haber regresado de Montevideo, siento que lo que me tocó vivir en esa ciudad fue una novelita trash que esconde oro en el lodo. Escanlar era mucho más oscuro, estaba mucho más dividido y alterado, era mucho más complejo que sus festivos primeros libros, como Oda al niño prostituto (1993) y No es falta de cariño (1996), infestados de referencias pop y cómics porno, que terminaron leyéndose como una suerte de manifiesto proadolescencia y anti-establishment, lo que, para algunos, lo transformó en un autor de culto y para otros en un exhibicionista especializado “en espantar viejas”. Era John Belushi fusionado con un Bukowski sin obra, un autor-enciernes que era más un consumidor (en todos los sentidos) que un creador. Fui a Montevideo a seguir a un escritor y me topé con un Lou Reed que se sentía tan cómodo con travestis y prostitutas viejas como con basquetbolistas y reporteros. Un tipo que, camino al canal o la radio, o rumbo a su cita diaria –culpable, llena de rabia, merquera– donde sus padres, podía desviarse hacia el wild side y dejar que su lado B lo dominara.

¿Por qué todo lo que tengo en mis libretas, en mi grabadora, en mi computador, en mis carpetas con fotocopias, parecen los trozos de una película que tenía un protagonista pero no un guión? Fui tras un escritor y volví salpicado de sangre y escupos, algo asqueado. Perseguí un espectro que seguía vivo y, como en vida, no se dejaba atrapar, huía, se escapaba. Quedé ciego por los focos, el maquillaje que no esconde la barba, la droga dura, la orina propia, la farándula, las demandas, el cotilleo, el morbo, el mal gusto y la sensación de que un huracán había azotado a la gente que lo había conocido, que parecía estar recuperándose de un mal que la cambió para siempre. Los que lo quisieron no estaban dispuestos a dar la cara y los que lo odiaron tampoco. Todos sin embargo me hablaron. Más de la cuenta. Como si necesitaran hablar, como si yo fuera su confesor o su terapeuta. Quizás no debí haber ido, no debí aceptar el desafío: aún no había pasado mucho tiempo. El cuerpo, en efecto, seguía tibio. Lograba concretar entrevistas por 45 minutos que luego se alargaban a dos horas, para luego enfrentarme a frases o excusas del tipo “no podés citarme”, “esto es muy fuerte; yo tengo hijos”; “no es bueno estar ligado a Escanlar”; “lo desprecié, sí, pero estamos en Uruguay”; “lo quise mucho pero no deseo ver mi nombre impreso, ¿entendés?”.

No entendía. Aún no entiendo. ¿A dónde me había ido a meter?

Portada de la edicion de Mansalva

UNA PROFESIÓN PELIGROSA

¿Quién era al final Gustavo Escanlar y por qué todos tenían tantas historias tan negativas o intensas o agotadoras con él? ¿Alguien sabe quién es alguien? ¿Habrá sido de esos escritores que no escribieron tanto pero vivieron mucho? ¿Era acaso un escritor? A veces pienso: quería ser escritor y partió corriendo, con poemas y cartas-manifiestos, pero algo pasó. ¿Habrán sido la televisión y los medios, la nueva droga dura que derriba a los que no están del todo enteros? ¿Un escritor que no logró escribir deja de ser un escritor? ¿Un escritor que tropieza, que no se empodera, que no logra sacar su voz y triunfar no es acaso la antigua y acaso precisa definición de lo que implica escribir? ¿Acaso no es una profesión peligrosa?

El crítico Ignacio Bajter, veinte años menor que Escanlar, colaborador de diversos medios latinoamericanos como Letras Libres y, dentro de Uruguay, Brecha y El País, no lo conoció personalmente y quizás por eso es capaz de hablar: “¿Escanlar? Un payaso. Esperé un libro suyo, afilada y desprejuiciadamente, pero no tuve la posibilidad de reseñarlo. No me lo dieron ni lo pedí. Pudo ser Disco duro, su libro de recopilación periodística, de 2008, pero no… Nadie habla de los libros de Escanlar por el hecho de que los libros fueron un apéndice en su papel de payaso, diría: en su mal ejecutado papel de bufón. Payaso no a la manera de Gombrowicz ni de artistas de vanguardia y pos o neovanguardia, que abundaron. Escanlar no incorporaba formas ni las pensaba, no hacía complejas sino burdas las relaciones con las cosas. A fines de los ochenta estuvo más encendido, pero ya en estos últimos años la fama lo sorprendió como al mejor arlequín de la estupidez altisonante de la derecha. No creo que su muerte súbita e inesperada mejore su literatura”.

Gabriel Peveroni, que también da la cara, es menos tajante, entre otras cosas porque era amigo y lo admiraba, pero también tiene claro el lugar que tenía Escanlar tanto en el país literario como en el mediático y acaso en el real:

¿Crees que es posible separar el personaje en que se transformó del escritor?

–En el contexto de Uruguay… Imposible. Acá Escanlar es el personaje, lo que hizo en la tele, el que puteaba y tomaba pichí, siempre va a ser eso. Lo interesante es sacarlo de contexto, digamos como cuando le regaló un libro a un peruano como Trelles Paz y le parte la cabeza. Ya lo dije, tengo también mis reparos en algunas cosas de sus libros, pero en lo que tiene que ver con el estilo, con la prosa, tenía un gran manejo técnico y un estilo propio que no es fácil de lograr… Hay una mirada diferente de Uruguay, que es también otra de las cosas que no se bancan en el pueblo chico. Escanlar es un buen cronista del borde, de lo marginal. Y ojo que la tele le hizo daño y tal, pero también en la tele él hizo alguna serie de informes en programas como Zona Urbana e Insomnio muy buenos sobre ese otro Montevideo que no aparece ni en las novelas ni en la tele. 

Este es un extracto de Todo no es suficiente: la corta, intensa y sobreexpuesta vida de Gustavo Escanlar (Mansalva)