Las chicas de oro (1985- 1992) no envejecen. Mientras tantas series protagonizadas por «jóvenes» no aguantan hoy ni medio visionado, la ficción sobre la vida compartida de cuatro mujeres de alrededor de sesenta años, Dorothy Zbornak, Blanche Devereaux, Rose Nylund y Sophia Petrillo, continúa vigente cuando está a punto de cumplirse el cuarenta aniversario de su estreno (el 14 de septiembre). De hecho, sigue triunfando en sus reposiciones en canales temáticos de tantos países. En España, en VinTV (de AMC). También en la plataforma Disney Plus, donde están todas sus temporadas al completo al ser una producción del catálogo de Buenavista.
Cuatro mujeres con un estereotipo marcado: la madre de vuelta de todo a sus ochenta años, la culta, la paleta y la sexy. Clichés cómicos que acaban siendo relativizados por el valor de la experiencia. Y, por eso mismo, Las chicas de oro no caducan. Porque hablan de emociones universales a través de los complejos y tabúes que vas dejando en evidencia con las liberaciones del crecer. La propia premisa de la historia brota de la importancia de las familias elegidas en un tiempo en el que solo nos centrábamos en un tipo de parentesco, carnal o de casamiento.
Las chicas de oro se unen al percatarse de que la calidad de vida va unida a los cuidados de nuestros entornos. Y crean su propia red de afectos, en una casa en Miami donde los gastos solo son llevaderos divididos entre cuatro y donde hay barra libre para la corrosión que permite aligerar los sobresaltos de la convivencia. Las bien tiradas ironías de los guiones son la otra clave del éxito. Los chistes no juzgan, nos enfrentan a un retrato social sobre cómo somos a golpe de risas punzantes que amortiguan el dolor de las verdades sin medias tintas.
«Cómo iba a funcionar una serie protagonizada exclusivamente por mujeres. Y encima mujeres mayores. Y encima sin ningún vínculo con hombres. Eso no vende, espantará a los anunciantes por su target publicitario demasiado adulto. Eso no atraerá a la audiencia, el público quiere ver juventud de la que enamorarse”, gritaban los gurús de la televisión en los ochenta durante los pilotos previos a la serie. No lo sabían, pero estaban delatando todo por lo que Las chicas de oro iban a ser un fenómeno que traspasa décadas: desmontaban una cultura que decía a las mujeres lo que podían ser y lo que no. Una cultura que entonces, a partir de cumplir cincuenta, hacía sentir a las mujeres que ya «no servían» más que para el cuidado doméstico. Y ya, a partir de los sesenta, como mucho eran reducidas al anuncio de medicamentos.
Blanche, Dorothy, Rose y Sophia servían. Y se reivindicaban: su experiencia, su humor, su independencia, su belleza, su sexualidad. Habían aprendido que no era un piropo cuando se valoraba a una mujer con el adjetivo «es discreta». Ellas no querían ser discretas, ellas ejercían su vida completa entrenando la curiosidad que termina desmontando los pavores que paralizan. Así, incluyeron en sus tramas con la naturalidad que merecían temas esquivados hasta entonces en prime time, como la homosexualidad. Y no cualquier homosexualidad, la femenina, que aún era más difícil de visibilizar sin sexualizar en una sociedad tan marcadamente machista. Más todavía en los ochenta.
Las chicas de oro eran cuatro, pero habitualmente aparecía una de sus sillas libre junto a la mesa de su cocina. Ninguna la ocupaba. Preferían quedarse de pie o apoyadas sobre el brazo de una de las otras tres sillas. Era una treta de la tele, para favorecer el encuadre de las cámaras que grababan la sublime interpretación de Betty White, Rue McClanahan, Estelle Getty y Beatrice Arthur (en la realidad, un año más mayor que su «hija» Getty). Al final, nosotros, la audiencia, éramos quienes ocupábamos aquella silla. Nos sentábamos a tomar zumo de naranja con ellas. Nos invitaban a soñar con un futuro en el que nunca estás solo. Un futuro en el que siempre hay una sonrisa secuaz abrazándote en ese mismo instante en el que todo parece desmoronarse.