El aforismo tiene más huellas que una comisaría, pero se me ocurren pocas definiciones más eficaces del oficio nuestro: si un perro muerde a un hombre, no hay noticia; si un hombre muerde a un perro, sí. Stephen King plasma esta estampa, literalmente, en una de sus novelas más infravaloradas: la entretenidísima Cell, de 2006, que en España publicó Plaza y Janés. Cuando el mundo estalla en mil pedazos, un fulano trajeado muerde la oreja de un labrador en el parque Boston Common. «Al cabo de un instante», detalla el escritor, «el perro aulló de nuevo e intentó zafarse, pero el hombre del traje lo sujetaba con fuerza, y sí, era la oreja del perro lo que tenía en la boca y, ante la mirada de Clay, se la arrancó de cuajo«.
Cell es un trasunto macabro e hiperbólico del «Los Simpson ya lo predijeron»: las personas que utilizan el móvil se convierten en una especie de zombis caníbales hiperactivos que se desplazan como las bandadas de aves migratorias y que conforman una mente colmena implacable y telépata. Telefónicos, llama King a esta muchachada. La sátira, manifiesta y nada sutil, fabula sobre una realidad tenebrosa que, desde entonces, se ha ido perfeccionando y que ha desplegado todo un abanico de problemas psicológicos y psiquiátricos, como la nomofobia, diversos tipos de ansiedad, depresión, alteraciones del sueño, problemas cognitivos y derivados.
Uno de los hábitats naturales de estos telefónicos no antropófagos –¡aunque, tiempo al tiempo!– son los conciertos. Sus retratos ilustran, en más de un diccionario, el vocablo «coñazo«: tú vas a un recital de Fulano y te encuentras con un frondoso bosque de brazos coronados por un telefonito luminoso que te impide disfrutar del espectáculo en condiciones. La cosa, con moderación, no molesta; en exceso, no es que toque los huevos a los cofrades analógicos pollaviejas, como aquí el menda, sino que puede irritar, descentrar y hacer estallar al frontman, y, por ende, decretar que el show se vaya a tomar por saco.
Del autor
Algunos artistas, como Lola Índigo, fomentan esta perversa costumbre: «¡Grabad, compartid y viralizad, malditos, hasta que el mundo se acabe!». Soy más del equipo de Robe Iniesta, a quien yo mismo he visto dirigirse a «los de los móviles» en estos términos: «Veo que algunos estáis emepañdos en grabar. Sólo os pido que no molestéis a nadie y que no me enfoquéis a mí, como antes he visto a hacer a uno, porque me voy a la calle, cojo un saco de piedras y a alguno le doy«. En su última gira, Nick Cave le dijo a algún que otro plasta telefónico: «Hagamos una cosa, grabadme durante treinta segundos, pero luego guardad los putos teléfonos».
El 2 de julio, Enrique Bunbury interrumpió el concierto que celebraba en el Coliseo General Rumiñahui de Quito porque un tío, desde la primera fila, no se despegó de su «puto apéndice tecnológico«. «Ustedes dejan de participar por el hecho de tener un teléfono», le dijo al individuo cojonero, «ustedes incomodan y hacen que el concierto sea peor». Previamente, el 7 de junio, en el Autódromo de Querétaro, les quitó el dichoso aparatito a un par de espectadores, devolviéndolos al poco. En mi opinión, demasiado educado fue con una tropa que se pasó por el forro «una petición, un ruego» difundido el 26 de mayo: «Si hace falta, se lo pedimos de rodillas: limiten al mínimo el uso de celulares y vivan la experiencia, no se arrepentirán».
Quizá, al amigo Bunbury, Grammy Latino a la Excelencia Musical 2025, que este lunes cumple 58 palos de calendario, sólo le quede ejecutar el modo Dylan: contratar a una empresa como Yondr y obligar a todo cristo a guardar su cacharrito en una funda de neopreno que no se pueda abrir hasta el final del concierto. La letra con sangre entra –y con la lógica subida de precio de la entrada, supongo–. «Cuentan de Alejandro«, recitaba Escohotado al final de la canción «Nunca es igual», de Calamaro, «que una vez se metió en un rio tumultuoso de la India, todo con barro, persiguiendo al ejército que peleaba con él, y que, cuando iba en mitad, los caballeros perdieron pie, aquellas aguas estaban heladas, y se volvió a sus compañeros y dijo: ‘Me cago en la leche, ¿os dais cuenta de las cosas que tengo que hacer para que me tengáis respeto?’. Eso pasa poco ahora. Respeto«.
Esperemos que el 13 de septiembre, en el concierto de Madrid, los telefónicos guarden las formas. Por el bien de todos.
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