12/08/2025
Actualizado a las 21:57h.
He aquí la historia de un adiós que nunca tuvo que ser contado. La despedida del quince de junio debió ser más que suficiente. Sevilla merecía haber reconocido a su Esperanza la mañana en que se truncó todo. No lo fue, y desde entonces, se han vivido quizá los dos meses más difíciles que ha vivido esta hermandad —corporación de corporaciones—, en el presente siglo. Y los tres que aún le quedan tras el proceso exhaustivo y metódico al que ahora está siendo sometida la imagen con esa restauración de Pedro Manzano tras el análisis del IAPH, con esas dos opiniones profesionales por bandera ahora que todo va encauzando. La Virgen de la Esperanza fue retirada del culto este martes para lamento de una nueva espera. Para certeza de que ésta vez sí servirá para devolver su más pura esencia a la Macarena.
Llegar a ese último adiós es quizá de lo más duro que se pueda vivir en Sevilla este mes de agosto, que es un infierno, y no precisamente por el calor. La basílica es hoy por hoy una suerte de vidas separadas. De bancos rotos y miradas perdidas. La división en sus filas, los espacios típicos de cualquier templo, evidencian la fractura de una hermandad que ha sido mil veces doblada y nunca vencida, porque nada ni nadie puede en verdad con la Macarena. Lo dice su historia y lo dicen las mujeres que son quienes en verdad sostienen hoy los párpados de la que manda. Suyas son las lágrimas huecas que se escuchaban en todos los recovecos de San Gil, porque lo llorado ha sido más que suficiente y ahora es tiempo de quedarse en manos de la Esperanza. Y del rigor científico.
La sensación era bien diferente a la de aquel día. Personas de todos los estamentos sociales volvieron a acudir en masa por la mañana, en horario de 9.00 a 13.55 y de forma más discreta vespertinamente a la última llamada de la Virgen, y sonó el runrún de los abanicos a partir de las 18.00. Ella lució el manto de tisú celeste de Carrasquilla, y con su estampa regresaron los gestos contrariados, los ojalás y los porqués. La diferencia era abismal respecto a junio: es casi mediados de agosto y los macarenos ya venían heridos de casa. Con la Sentencia a cuestas de que en este atropello muchas son las responsabilidades que no han de ser eximidas. «No es la del azulejo», señalaba una amiga a la otra mientras salían. Acceder al templo es revivir semanas y semanas de un caso del que cada vez se van conociendo más testimonios. El otro día fue Arquillo y ahora se ha manifestado Dávila Miura. Hoy mismo ha sido noticia y no por su ejemplo todo el proceso en el reputado diario The New York Times.
El silencio se apodera de los primeros pasos dentro de la basílica María Santísima de la Esperanza Macarena y es ahí cuando uno de se da cuenta de la magnitud del daño emocional que esto ha conllevado. Se toma el acceso por la derecha, con una mirada previa a la Virgen del Rosario, recostando a su hijo, y se accede al camarín desde la escalera de la derecha. No la de la izquierda como en otros tiempos. Allí se congregan decenas de fieles que se miran buscando respuestas entre tantas preguntas. Ya no se habla del cabildo, ni de que las cosas irán mejor. Un silencio atronador es dueño total del espacio y del tiempo. De las tallas y de los lienzos. Ese reguero penitente es el que va marcando la pauta hasta subir y entender por qué ahora se asciende por el lado diestro: para admirar el antecamarín con las majestuosas pinturas de Manuel Peña con esas virtudes teologales que anteceden a la gloria misma.
Entrada y salida de los hermanos y devotos de la Virgen de la Esperanza este martes de despedidas
Juan Flores / ABC
«No es la mía pero sí es la mía»
A las 19.02 alcanzan la meta una madre y una hija, que no saben cómo reaccionar al ver su perfil izquierdo desde el espejo. La hija le planta un beso al ver cómo se escapa una de esas lágrimas huecas y la madre pestañea por si en una de ésas la pesadilla acaba. Al tiempo una mujer mayor se emociona viendo la escena y el guarda le ofrece el rincón para que se reponga un momento. «No es la mía pero sí es la mía», indica mientras se enjuaga sonrojada. Dos ramos de flores se postran en la esquina y de repente suena una falsa alarma. No hay corazón que aguante más disgustos en el pecho de San Gil. Salen un grupo de jóvenes, algo más inconscientes pese a lo vivido, que rezan en voz alta el lema de la sacristía: «Imita lo que conmemoras». Y hay quien se atreve a dar la última palabra antes de regresar a la nave central del templo: «Aquí hace falta paz, mucha paz».
Macarenos fueron apurando hasta el final cada minuto de la visita al camarín. Y muchos fueron llegando a hurtadillas, como el sacerdote don Antonio Romero Padilla, consolando a hermanos que lo paraban allí presentes, o José María Rojas Marcos, que asistió con pena al encuentro de la que siempre lo lleva a la gloria cada Madrugada. En la intimidad de sus oraciones, el capataz no quería dejar de mirarla. Y se vieron esos últimos besos con los ojos. Esa última mirada pintada en los labios. Y un último deseo en quienes no quisieron irse, sino quedarse como hace el palio tantas noches de Viernes Santo. En la Santa Misa. Hasta que la Esperanza quiera.
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