El año 1986, Mona Simpson, una entonces prometedora novelista de tan solo 29 años, publicó una primera novela, ‘A cualquier otro lugar’ (Tusquets) que pasó extrañemente desapercibida en el mundo entero pese a cartografiar eso que podríamos llamar vida de motel, o el clásico viaje ‘beatnik’ sin cuadernos de por medio, bastándole el coche, y el deseo de llegar a la Costa Oeste, la Tierra Prometida, Los Ángeles, Hollywood. La protagonista de la novela, Adele, tiene una hija de 12 años, Ann, y quiere convertirla en una estrella. Adele no tiene nada parecido a un sentido de la responsabilidad, solo la sensación de que, si lo que ve por la ventana es un tablero, no puede no lanzarse a ‘jugar’. ¿Por qué lamentarse de que la suerte no llama nunca a tu puerta? ¿Por qué no salir a buscarla?
Inmersa en la lectura de ‘A cuatro patas’, la última novela de Miranda July (Vermont, Estados Unidos, 51 años), no puedo evitar pensar en Simpson, y su ‘largo’ viaje, que en nada se parece al de la protagonista de ‘A cuatro patas’, pero que, de alguna forma, define cómo ha cambiado la idea de la libertad desde la década de los 70. No es solo que el personaje de July —una artista semifamosa que podría ser ella misma, y seguramente lo sea: nada de lo que hace July está exento de parte de su biografía, echénle un vistazo a su Instagram y descubrirán que esa mujer que baila, siempre en algún sentido interiormente, podría ser la protagonista de su película ‘El futuro’— parta del lugar al que se dirigen la madre y la hija de Simpson, es que una está sola y la otra, no.
Un viaje interior
Y no solo eso. Es que la artista coge el primer desvío y se instala en un motel y ya no hace nada más. Bueno, hace mucho más, pero lo hace de otra manera. El viaje, en este siglo XXI, es, nos dice July, interior, o debería serlo. No hay un mundo ahí fuera ya, o lo hay, pero ha dejado de estar lejos. Lo que más lejos nos queda es aquello que somos, tan perdido o desperdigado como está en ese universo virtual en el que somos muchos sin tiempo a preguntarnos por qué, ni cómo, que cualquier tipo de aventura debería pasar por una inmersión en aquello que podríamos estar siendo en cada momento. Nada que ver con Simpson, quien, por cierto, vivió ese viaje con su propia madre, en esa época en la que el mundo aún era un lugar enorme al que salir a ‘encontrarse’.
Pero hablemos un momento de la madre de Mona Simpson. Oh, Mona Simpson no se llama en realidad Mona Simpson sino Mona Schieble Jandali. Nació en Green Bay, Wisconsin, en 1957, así que tiene 68 años. Cuando nació, sus padres se querían. Al poco, dejaron de hacerlo. Así que ella creció con su madre. Lo curioso de la historia no es esto, sin embargo. Es que esos padres tuvieron un hijo antes que ella, cuando aún estudiaban en la universidad de Wisconsin. No van a creerse quién era ese hijo, al que dieron en adopción, porque el padre de Joanne —así se llamaba la madre de Mona, y de ese otro niño—, no quería ni oír hablar de que su hija se casase con un estudiante árabe. La ironía es que, al poco de darlo en adopción, el padre de Joanne murió, y pudieron casarse.
Un descubrimiento sorprendente
Luego nació Mona. Pero esperen. No he dicho quién era ese niño. Ese niño creció y se convirtió en Steve Jobs. Steve Jobs, sí. El cofundador de Apple. No sé si el hecho de haberlo descubierto de mayor, es decir, después de haber dado comienzo a su carrera como escritora, acabó de alguna forma con cualquier tipo de posibilidad de que esta, la carrera, continuase. El caso es que, después de aquella primera novela —prometedora y, en algún sentido, icónica: ¿cuántas novelas conocen que no sean otra cosa que un viaje por carretera, vida de motel y cafeterías?—, Simpson solo publicó cuatro libros más. Entre ellos, un ‘memoir’ titulado ‘Mi Hollywood’, y, por supuesto, un libro sobre su hermano, y cómo descubrió que lo era, titulado ‘A Regular Guy’, algo así como ‘Un tío corriente’.
Aunque esto resulte de lo más jugoso, y daría para una reedición más que justificada de ‘A cualquier otro lugar’ —después de todo, Adele es esa madre estudiante universitaria, la madre de Steve Jobs y Mona, una especie de Lorelai Gilmore dispuesta a jugársela, a no detenerse nunca—, lo interesante del cruce entre la novela de carretera de July y Simpson es ese reflejo de lo que significaba la libertad, y la búsqueda de una misma, en uno y otro momento. Porque todo subgénero de novelas —y el del viaje por carretera podría ser uno—, leído en su contexto, se convierte en un mapa de aquello que la sociedad ha hecho, o está haciendo, con su autor, o su autora, y de qué manera está él o ella tratando de encajarlo. Puede que no todo ocurra por una razón, pero sin duda todo se escribe con un sentido.
Suscríbete para seguir leyendo