“Cuando salgo de gira, suelo llevar conmigo una colección de mi música inacabada, unos cuantos proyectos inconclusos que escucho de madrugada, después de los conciertos. Busco dar con algo que me susurre al oído”, escribió Bruce Springsteen en su autobiografía Born to Run. Por suerte, a lo largo del tiempo, varias de esas canciones fueron encontrando su lugar. O bien, se transformaron en versiones que dieron lugar a otras canciones. El proceso creativo de un artista, ha dicho Springsteen, no se ancla solo en el presente. Se trata más bien de un continuo en donde cada quien vuelve a exhumar cada tanto su caja de Pandora buceando en sus propias ideas. Es probable que parte de aquel equipaje que salió de gira esté compuesto por varias de las 83 canciones reunidas en el flamante y contundente Tracks II: The Lost Albums. Siete discos grabados entre 1983 y 2018, la gran mayoría de ellos incluso mezclados y masterizados, listos para salir. Pero que, por distintas razones, Springsteen decidió guardarlos. En las historias que sustentan esas decisiones también radica el encanto de este populoso lanzamiento que no es un rejunte de canciones sino una colección de álbumes con valor propio.
Los fans más fieles quizá hayan oído rumores sobre “el disco de los loops” o sabían que además de las canciones acústicas de Nebraska, existían otras versiones, eléctricas, grabadas con la E Street Band: un auténtico Electric Nebraska. The Lost Albums revela que había algo de cierto en toda esa historia que comenzó a crecer una vez publicado el primer Tracks en 1998, una caja de cuatro CD con material raro e inédito organizado en orden cronológico. Llegó a saberse que Springsteen disponía de un archivo cercano a las 350 canciones inéditas y que escoger las 66 de aquel primer Tracks ya había constituido un considerable desafío. La leyenda se mantiene en pie porque además de esta segunda incursión archivística, su autor ya avisó que está pensando en lanzar un Tracks III.
DESDE NINGÚN LUGAR
Tracks II traza un arco gigante desde el primer disco LA Garage Sessions 1983 hasta Perfect World, el único compendio de canciones no pensadas como álbum, grabadas entre 1994 y 2011. El primero no es del todo sorprendente aunque muchas de estas canciones de sonido crudo sean espléndidas, como “Don’t back down on our love” o la balada “Johnny Bye Bye” coescrita con Chuck Berry. Este álbum, sin embargo, es una gran puerta de entrada a los demás. Porque se sostiene sobre las dudas que lo acecharon en relación al camino a seguir entre Nebraska (1982) –un disco acústico de bajísimo perfil, precursor de lo-fi, hecho con una grabadora de casette de cuatro pistas– y el estallido popular y bombástico de Born in the USA (1984): salieron en momentos distintos pero Springsteen empezó trabajando en ambos discos a la vez. Esa tensión es lo que explora el bellísimo libro escrito por Warren Zanes (crítico y músico al frente de una banda de los ochenta imprescindible como The Del Fuegos) Deliver Me From Nowhere devenido biopic, de próximo estreno. Así que estas sesiones de garage vienen a ser el costado eléctrico de Nebraska que la E Street Band grabó de pe a pá y que el Jefe decidió ocultar hasta ahora. A la vez, el último álbum de estos nuevos tiene resonancias de Wrecking Ball (2012) y varias canciones podrían haber sido parte de ese disco, algo evidente en “If I could only be your lover” o “Rain in the river”, llevadas a un nivel explosivo gracias a la elocuencia de Ron Aniello, productor y amigo de Springsteen desde hace décadas.
Las Streets of Philadelphia Sessions se quedaron en el cajón aunque su origen sea la popularidad de aquella canción que le dio el Oscar en 1995, como parte de una película que hablaba abiertamente del sida cuando aún la cultura popular no había recogido el guante. Aquel éxito le redimió tras los sinsabores de Human Touch y Lucky Town, esos álbumes gemelos de 1992 que, según Sprignsteen “exploraban los vínculos del amor y no sé si la gente quería escuchar un tercer álbum sobre el mismo tema”. En su lugar se decantó por Devils and Dust, también de 1995, oscuro y difícil, pero con clara impronta de su autor. Y bien diferente de “Streets of Philadelphia” y estas diez canciones recién exhumadas, envueltas en cajas de ritmos y sintetizadores, surgidas de un hit que Springsteen resolvió en pocas horas. A la vez, estas sesiones podrían ser caprichosa continuación de Tunnel of Love (1987), aquel disco donde se pregunta qué es ser un hombre y qué es amar mientras su fama era un hecho y su primer matrimonio, un desastre con fecha de caducidad. Esta tensión se puede escuchar en “Blind spot”, la canción de apertura de estas sesiones donde se confiesa capaz de morder el polvo frente a sus propias perplejidades. “Maybe I don’t know you” o “Waiting on the end of the world” tienen una sonoridad similar a The Rising, el álbum de 2010 donde intenta transmitir la devastación posterior al 11S. Así que aquí hay un disco que en ciertos aspectos va hacia atrás y hacia adelante en la obra de El Jefe, dejando en claro que para la creatividad, la linealidad temporal es un invento.
LA MANO DE MI DIOS
Ahora bien, para encontrar una meditación madura sobre el amor y el paso del tiempo, lo mejor es ir hacia el quinto disco de la caja: Twilight Hours, contemporáneo de Western Stars (2018) aunque bien diferente en sonido de aquel disco con labradas reminiscencias folk en su orquestación de cuerdas. A tal punto que Twilight Hours abreva en lo mejor de la música ligera a lo Henri Mancini, con arreglos de vientos, o incluso en el yé yé francés de comienzos de los sesenta (“Follow the sun” se desmarca de cualquier atisbo de rock con un pulso rítmico de salsa, por ejemplo). Oldies but goldies, ese es el sonido de este álbum sorprendente que incluye un trabajo vocal de crooner a lo Burt Bacharach, alejadísimo de ese modo de cantar como si no hubiera mañana. Y es también una reflexión sobre el paso del tiempo que se permite contar historias de perdedores (un clásico en la lírica de Springsteen, con gran presencia en Western Stars) pero ya no como si estuviera necesitando fugarse por las rutas sino disfrutando con serenidad madura en The Stone Pony, el bar de Nueva Jersey donde vio a su actual esposa Patti Scialfa por primera vez. Y donde siguen yendo de vez en cuando.
La otra joya fulgurante de estos álbumes es Inyo. Fechado entre 1995 y 1997 durante la gira de The Ghost of Tom Joad, es una filigrana bellísima de música fronteriza, una exploración de los giros mexicanos que vuelve a salirse por completo de los guiones previos. Allí está “Ciudad Juárez”, la canción donde un hombre habla de su hermana desaparecida por la trata. Es decir, si The Ghost of Tom Joad era una evocación de Las uvas de la ira, el libro de John Steinbeck y su hambre de justicia en tanto working class hero, aquí Springsteen se mete de lleno con las tensiones entre el gran sueño americano y los caídos del mapa, algo que por estos días le reprochó abiertamente a Donald Trump en elocuentes intervenciones durante su última gira, corroboradas en el novísimo disco en vivo Land of Hope and Dreams.
En cuanto al disco de country, Somewhere North of Nashville, es enérgico y vibrante aunque quizá también se convierta en el menos sorprendente de los siete. La gema oculta, en todo caso, es la fantasmagórica banda sonora de una película que nunca se filmó. Faithless, grabado entre 2005 y 2006, muestra a Springsteen inmerso en una gama de sonidos tenues, refrendando un gusto por la balada como exploración del silencio. Allí está “My Master’s hand” en su doble versión con letra y acústica. Esta última es particularmente hermosa: un crescendo sin zonas de estribillo, un viento que simplemente se despliega desde una guitarra contenida y luego otra más amplia hasta escalar a la batería y la percusión, la armónica, los teclados y hasta una celesta, todos tocados por Springsteen. También son suyos los coros tipo gospel que completan una canción muy parecida a una plegaria (de hecho, la canción podría traducirse con un maradoniano “La mano de mi Dios”). La única firma además de la suya es del productor Aniello, a cargo de los bajos. Las dos versiones (la que tiene letra y la que no) serían el equivalente a una figura y su sombra. O una figura y su magia secreta, su convicción de cómo debería ser el sonido del alma en cada etapa de la vida. Y ese es un poco el espíritu de los álbumes que Springsteen acaba de publicar, que confirman la aspiración de cualquier artista: su música sigue escribiéndose y recreándose en la boca de este mundo. Pero también tiene facetas menos conocidas y no siempre sencillas de mostrar.
DE OTRO MUNDO
Así que, antes que nada The Lost Albums es una apuesta por seguir dejando legado en un contexto que lo encuentra particularmente pródigo y plantado. Además de lanzar la película Deliver Me From Nowhere e interpelar a Trump (“en mi país, el presidente siente un placer sádico por maltratar trabajadores, inmigrantes y a toda la sociedad”) Springsteen aprovechó las entrevistas promocionales de Tracks II para avisar que habrá Tracks III y que compuso un nuevo disco que lanzará el año próximo.
A todo esto se refiere el crítico Erik Flannigan, autor de las notas del álbum, cuando califica la colección de “reveladora” porque, entre otras razones, se trata de un archivo cuyo volumen es una obra en sí (en Estados Unidos se lo puede comprar a unos 300 dólares y varias críticas han cuestionado ese precio, aunque al mismo tiempo apareció Lost and Found, una selección de veinte canciones que sirven como hilo de Ariadna para guiar la escucha de las otras 83). También es revelador, afirma Flannigan, saber que Bruce compuso, grabó y masterizó un disco solo para retirarlo en el último minuto porque no creía que sus fans estuvieran listos para escucharlo, o advertir que un proyecto de álbum requería no solo una sino dos bandas de mariachis. Y es revelador corroborar sus contradicciones al momento de convertirse en “el futuro del rocanroll”, como vaticinó el crítico Jon Landau, devenido en su manager.
Recorrer esta discografía evidencia, una vez más, que Springsteen tiene un talento de otro mundo, una voracidad creativa y una capacidad de trabajo que lo han mantenido en pie a lo largo de sus 75 años, cincuenta de los cuales los viene pasando arriba del escenario. Pero además, es un artista interesado en mostrar el modo en que se ha construido a sí mismo, con sus claros y oscuros. Estos siete discos, entonces, no son un alto en el camino: son el camino en sí.