Tenía veinticinco años y en la mochila solo pesaba el equipaje. Así llegué a Veracruz un dos de agosto de primeros de siglo. Era el mes de las lluvias allá y caía agua constante sobre las plantaciones de plataneros, sobre las avenidas, sobre nosotros. Se borraba la cumbre del volcán del horizonte. Llovía tanto que, una tarde, una sandalia se salió de mi pie volviendo a casa del locutorio desde el que escribía correos a mi familia y a mis amigos de acá. Estoy muy bien, les decía. La vi navegar bulevar abajo. La perdí.
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