Los gobiernos no fabrican microchips. Sin embargo, la Administración Trump está a punto de tomar un 10% de Intel, transformando ayudas de la CHIPS Act en acciones estatales. El argumento oficial es que así se «protege» al contribuyente, pero lo que realmente se garantiza … es que una empresa con pérdidas históricas se convierta en un protegido político, demasiado grande para caer.

Intel, fundada en 1968 por Gordon Moore (el autor de la norma que dice que el número de transistores de un chip se duplicaba cada dos años), fue en otro tiempo el emblema del liderazgo tecnológico estadounidense. Hoy arrastra un atraso crónico frente a TSMC o Nvidia, acumula más de 18.000 millones de dólares en pérdidas y ha recortado decenas de miles de empleos. El mercado ha emitido su veredicto: la compañía necesita reestructurarse. Pero al convertirse el Estado en accionista, ese mensaje se distorsiona. Lo que debería ser una llamada a la disciplina empresarial se convierte en un cheque en blanco.

La experiencia internacional es clara. Renault en Francia o Alitalia en Italia llevan décadas atrapadas en un limbo: ni privadas del todo ni estatales por completo, incapaces de innovar y demasiado dependientes del presupuesto público. El riesgo para Intel es idéntico: convertirse en una empresa zombi, inmortal pero irrelevante.

Trump envuelve este intervencionismo en retórica patriótica: habla de «soberanía tecnológica» y de «defender empleos americanos». Da la impresión de que se ha inspirado en Mariana Mazzucato, la activista del Estado empresario. En realidad, se trata de puro populismo económico. En lugar de reducir trabas regulatorias, incentivar la competencia o apostar por educación e innovación, el Gobierno se convierte en accionista de empresas maduras, asumiendo riesgos con dinero público y trasladando costes al contribuyente.

Además, la supuesta neutralidad de ser un accionista «sin voto» es ilusoria. Ningún directivo actuará con plena libertad si sabe que el Tesoro es parte del capital. Cierres de plantas, ventas de activos o despidos se convertirán en decisiones políticas. Y en un sector que vive de la velocidad y la asunción de riesgos, esa sombra es letal para la innovación.

El mensaje al exterior es igualmente dañino. Estados Unidos, históricamente la economía más abierta y competitiva del mundo, empieza a parecerse a esos modelos de capitalismo de Estado que tanto critica. Inversores e innovadores tomen nota: competir contra empresas con el respaldo de la Casa Blanca nunca será un terreno neutral.

El capitalismo funciona porque premia la eficiencia y castiga el error. Convertir al Estado en socio de Intel significa adulterar esas reglas. Lo que hoy se presenta como protección puede acabar como lastre. Si algo necesita Intel no es un accionista gubernamental, sino libertad para competir y, llegado el caso, el rigor de fracasar.