Un conejo, un cuervo, un ansiado dragón… Los kentukis pueden tener muchas formas. No hay dos iguales. Son únicos y puedes comprar todos los que quieras. No son mascotas virtuales como las que conocemos muchos de los que crecimos cuidando una. Tampoco son robots programados ni inteligencias artificiales. Son personas, como nosotros. No es un truco. No es que se hayan convertido en extraños peluches, no. Es que son personas ubicadas en cualquier lugar del mundo las que manejan a ese nuevo compañero. No pueden hablar, pero se comunican. También escuchan, se mueven y miran tanto como las dejes. Sus cámaras son ventanas abiertas a un mundo incontrolable. O sea que tu casa, ese refugio que creías íntimo, ya no lo es. Dejó de serlo en el momento en que dejaste entrar a uno de ellos.

La historia podría ser un capítulo de Black Mirror, si no fuera porque la distancia con el presente es tan cercana que no podemos hablar de distopía. En cierta manera, estamos invadidos por miradas y escuchas que nos ‘protegen’, nos hacen la vida ‘más fácil’ recomendándonos aquello que no sabemos que queremos, creándonos necesidades que desconocíamos, adelantándose a deseos que no hemos formulado… El mayordomo de un futuro que aún no hemos habitado y nos distrae del presente. Dejar entrar en casa a un kentuki no debería ser un problema. Quien lo compra es su amo. Siendo así, ¿qué tipo de persona elegiría ser kentuki en lugar de tener uno?

EDITORIAL SEIX BARRAL, S.A. Kentukis (Biblioteca Breve)

Kentukis (Biblioteca Breve)

Samantha Schweblin es la autora tras esta novela reeditada recientemente por Seix Barral que ha capturado la atención de crítica y público en los países en los que ya se ha publicado. «Inquietante» para The New York Times, «aterradora y brillante» para The Guardian, «sabia y prodigiosa» para el programa de Oprah, «incómoda» para The Telegraph, «enigmática» para The New Yorker… Kentukis es todo eso y nos quedamos cortos. Respira ese aire de inquietud y desasosiego de los relatos de Carver, esos en los que continuamente crees que va a suceder algo porque eres tú quien manejado por el maestro añades tus miedos a la escena. Es una reflexión profunda sobre vigilantes y vigilados, sobre mostrarse o ser descubierto, sobre la intimidad que regalamos y la que nos roban. También lo es sobre el poder, sobre quién lo tiene realmente y cómo lo ejerce. Sobre creerse amo cuando eres el producto de las decisiones de otros que andan desdibujados y se cuelan por las grietas de tu esfera.

La humanidad, en el punto de mira. Como principio y final de una tecnología tras la cual estamos siempre. La distancia como factor de impunidad y atrevimiento. Ahora que te veo y no sabes quién soy. Ahora que me ves y estoy fuera de tu alcance. Y el posible daño que quizás jamás sucede. O sucede y amarga la existencia de esas amigas de las primeras páginas de la novela… que puede que se lo merezcan, pero ¿quién dice qué nos merecemos? Y Schweblin capturando en unas pocas páginas ese momento en que la alegría y la diversión se convierten en pesadilla. Ese instante en el que alguien nos deja tirados sobre el ring abrazando la derrota como única salida. Cerrando los ojos, como hace un niño cuando quiere que no le vean.

meeting with samanta schweblin at casa americaDavid Benito//Getty Images

La escritora Samanta Schweblin.

“Temblando, mientras el peluche seguía moviéndose sobre el teclado, Robin intentaba dilucidar cómo cuernos se apagaba ese aparato. No tenía interruptor, ya había reparado en eso antes, y en la desesperación no encontró otra alternativa. Lo agarró y, con la punta de una tijera, intentó abrir la base. El peluche movía las ruedas, trataba de zafarse, pero era inútil. Robin no encontró ninguna rendija para romper así que volvió a dejarlo en el piso y este volvió inmediatamente al tablero. Robin lo empujó fuera de una patada. El peluche chilló y ella gritó, porque no sabía que el aparato pudiera chillar. Levantó el tablero y lo arrojó al otro lado de la habitación. Trabó la puerta del cuarto con llave y regresó para perseguirlo con el balde como si quisiera atrapar un insecto descomunal. Logró ponerle el balde encima y se sentó sobre él, se quedó un momento así agarrada de los lados, sosteniendo el aire cada vez que el peluche golpeaba el plástico, haciendo un esfuerzo por no llorar”.

Es Kentukis una historia en la que pasan muchas cosas y ninguna. Asistimos al mayor espectáculo del mundo: el de nuestras propias vidas. La vida sin ensayos ni ovaciones. Sin tragedias que acaben en aplausos. No todos los caminos llevan a un lugar. Y no siempre pasa algo extraordinario. A veces, lo único extraordinario es encontrar a alguien que nos escuche. Y no nos juzgue. Aunque sean dos orejas de peluche cuyos oídos están a cientos de kilómetros de distancia. Aun cuando corremos el riesgo de despertarnos subidos a un escenario que creció bajo nuestros pies, cada día un centímetro.

Como una IA cantando una canción de cuna: extraña, imprevisible y con esa tensión de la duermevela, Schweblin remata su novela en un final que se alza frente al lector como un hongo atómico. Un desenlace poblado de palabras que son órdenes, y son respuestas, y son súplicas, y son deseos… Minas antipersona que estallan con el roce y que aún así pisamos. La suicida forma de huir de un silencio inaceptable. La convalecencia tras la enfermiza necesidad de ser vistos y esa soledad que esquivada abre las puertas de par en par a quien quiera traspasarlas. Y tú, ¿a cuántos ‘kentukis’ has invitado a tu vida?

Headshot of Pilar Manzanares

Siempre metida en un libro, trabaja escribiendo sobre ellos, ya sea para medios o editoriales. Nada le gusta más que leer una buena historia. Quizás contarlas. Así entre noches que no acaban y termos de café guioniza las suyas. En los largos días de la pandemia, la cosa se salió de madre y acabó coescribiendo la obra teatral «En la tierra desnuda» (ed. Dalya). Para combatir el sedentarismo de esta profesión, practica la esgrima, un deporte que tiene por literario desde que leyó su asalto favorito: «Mi nombre es Íñigo Montoya…». Pero esa es ya otra historia.