En los últimos días hemos visto cómo una heladería de Gràcia era acosada en redes sociales por el simple hecho de atender en castellano a una clienta. Una campaña injusta, intolerante y violenta que algunos han querido justificar como una forma de «defender la lengua … de Cataluña». Quienes hemos salido en defensa de esos trabajadores, recordando que en Barcelona se puede hablar en catalán o en castellano con absoluta libertad, hemos recibido insultos y amenazas. Y no cualquier insulto: nos han señalado por ser y sentirnos españoles en Cataluña.

Lo más grave es que esta campaña de acoso y señalamiento no ha sido espontánea ni aislada. Ha sido promovida y amplificada por los socios de Sánchez, con participación activa de dirigentes de ERC, pero también de Junts, la CUP y Aliança Catalana. Todos ellos han coincidido en un mismo objetivo: intimidar y señalar a quienes no comulgan con su visión excluyente y monolingüe de Cataluña.

Aquí surge una reflexión que va más allá de lo anecdótico: ¿cómo es posible que en un país que presume de defender la diversidad y la convivencia, se tolere la discriminación hacia quienes se identifican como españoles en Cataluña?

El Código Penal castiga los delitos de odio en el artículo 510, cuando alguien incita a la hostilidad contra una persona por motivos de ideología, religión, orientación sexual, raza o nacionalidad. También lo hacen los artículos 22.4 (agravante de discriminación) y 511 y 512 (delitos de denegación de servicios por discriminación). Sin embargo, aparece un vacío legal: cuando un separatista señala a alguien llamándole «español de mierda» o «colono», los tribunales suelen concluir que no hay delito de odio porque, en realidad, ambos –autor y víctima– tienen la misma nacionalidad: la española. Se reduce entonces todo a un conflicto político o a un simple insulto, invisibilizando la verdadera motivación discriminatoria.

El problema es claro: la redacción actual del artículo 510 CP se refiere a la «nacionalidad real» del sujeto pasivo, pero no contempla la nacionalidad percibida. Y esto, en la práctica, deja sin protección a quienes somos insultados o amenazados por sentirnos españoles en Cataluña.

Pero el derecho penal ya reconoce que lo que importa no es sólo la realidad objetiva, sino la percepción subjetiva del agresor. Si alguien agrede a una persona creyendo que es musulmana, aunque no lo sea, sigue siendo delito de odio. ¿Por qué no aplicar la misma lógica en Cataluña? Cuando alguien nos insulta y nos amenaza por ser españoles, aunque él también lo sea formalmente, lo hace porque nos considera «los otros», «los de fuera». Es exactamente la misma lógica discriminatoria que se sanciona en otros ámbitos.

Por eso, es necesario reformar el artículo 510 CP, así como el artículo 22.4 CP (agravante de discriminación), para incluir un inciso que reconozca expresamente que el odio también se produce:

«cuando la acción se dirija contra una persona que, aun teniendo la misma nacionalidad que el autor, sea considerada por éste como perteneciente a otra nación, real o imaginaria, con la finalidad de hostigarla, discriminarla o excluirla.»

Esta modificación cerraría la grieta legal que permite la impunidad de muchos ataques en Cataluña y en el País Vasco. Porque el odio no depende de lo que diga el DNI, sino de la intención del que lo promueve.

Barcelona es plural, diversa y mestiza. Aquí caben todas las lenguas, todas las identidades y todas las sensibilidades. Pero lo que no cabe es la violencia, el señalamiento ni la exclusión. Defender una heladería no es un acto político, es defender el derecho de cualquier persona a trabajar en paz. Y denunciar que te insulten por sentirte español en Cataluña no es victimismo, es pedir algo tan básico como respeto y justicia.

Daniel Sirera es presidente del grupo municipal del PP en Barcelona