Todos mis murcianos de dinamita lo eran ya antes de aparecer en mi sección. Pero me gusta pensar que el hecho de incluirlos en ella les confiere cierta carta de naturaleza para pertenecer a un grupo que este cronista va tejiendo con cariño de orfebre y paciencia de filatélico. Resulta curioso que Antonio Tapia, el artista cultivador del realismo mágico pictórico que más y mejor se prodiga en este tipo de arte, venga a mi sección precisamente cien años después de que el crítico alemán Franz Roh estableciera los límites, alcance y protagonismo de ese movimiento en su libro, que tituló precisamente Realismo mágico.
Es fácil introducirse en lo más hondo del significado de esta expresión que se complementa y autentifica contemplando la obra de Antonio Tapia, artista que sabe conferir poder hipnótico y fascinación a sus imágenes para introducirnos en realidades mucho más poderosas que las que nos rodean a fuerza de profundizar en el alma de los objetos, de los sueños y de nosotros mismos, en obras que mezclan lo que podemos ver con nuestros ojos físicos y con la visión mucho más poderosa y quimérica de nuestra fantasía.
Antonio sabe arrojar a nuestros sentidos los rincones más auténticos de nuestro propio ser. Hacer que hurguemos en la realidad con la capacidad descubridora de ese niño que mira con lupa el mundo de los adultos, sabiéndose más sabio y auténtico en su inocencia que lo que le deparará la vida. O que descansa sobre sus ensoñaciones fantásticas construidas de celuloide, que le proporcionan sensaciones disparadas a 24 imágenes por segundo. O la del infante que sostiene el mundo con el poder que confieren los libros, encaramado sobre sus propias lecturas. O esa niña que produce una conmoción fantástica con su propio hálito, transformando su propio vapor en una vieja locomotora presta a llevarnos de viaje a nuestro propio país de nunca jamás.
Con sus obras crea un mundo fantástico y hechizante, un lugar hipnótico y real, igual que la vida misma
Con sus obras, Tapia crea un mundo fantástico y hechizante, un lugar hipnótico, inventado y real como la misma vida –mucho más roma– en la que los adultos acabamos instalándonos. Una mirada en la que los caballeros, las sabias lechuzas, los libros y sus evocaciones, o las escenas más arquetípicas del cine, vienen a instalarse en nuestra imaginación para siempre.
Ya de niño le gustaba a Antonio tener sus propios cuadernos de dibujo donde plasmaba esa realidad que le impresionaba y que pasaba desapercibida a los ojos de sus compañeros de colegio. Tras muchos años relegada al sueño de los olvidados, su pasión por la imagen acabó reapareciendo en forma de algunas incursiones realizadas en sus largos veranos de la Torre de la Horadada. Un día, contemplando maravillado cómo pintaba una espléndida marina Paco Serna, hermano de Pedro, pensó que él tenía que intentar algo así, aunque su técnica estuviera a años luz.
Todavía recuerda nítidamente Antonio Tapia una epifanía que tuvo sobre su dedicación profesional. Fue durante el lapso de tiempo que duró un semáforo en rojo. Su vida pasó ante sus ojos: su trabajo de programador informático en un estudio con luz de tubos de neón… El sol brillaba frente a su auto en la carretera de Alcantarilla. Fue una chispa, un flash, asegura. Cuando el semáforo cambió a verde Antonio dio la vuelta al vehículo y presentó su carta de dimisión al jefe. Nunca había estado más seguro de una decisión: quería dedicarse a pintar profesionalmente.
Han pasado 25 años. Un cuarto de siglo con sus correspondientes meses, días y horas. Y en ninguna de ellas se ha arrepentido de aquella decisión que tomó ante aquel semáforo en rojo.