Esta semana, hace exactamente 60 años, en agosto de 1965, moría Julia Minguillón. Y aunque hoy tanto se ponderen las gestas femeninas y el gran interés que suscitan las mujeres que destacaron en ámbitos masculinos, lo cierto es que ningún acto la ha recordado.
Y su gesta comenzó en Vilapol, una pequeña aldea cercana a Villanueva de Lorenzana —hoy Vilanova de Lourenzá—, en la Mariña de Lugo, en el otoño de 1940. La artista Julia Minguillón estaba pasando unos momentos muy difíciles. Con las emociones a flor de piel, ya que acababa de perder al que sería su primer y único hijo, un día, en uno de sus solitarios paseos, llegó a una pequeña edificación. Tenía la puerta y las ventanas abiertas, y no pudo evitar asomarse. Contempló una escena infantil que la cautivó: una docena de niños de distintas edades se arremolinaban en torno a una maestra que leía con voz dulce y melodiosa. El mobiliario era escaso y humilde, y no tenían más luz que la natural, ni cortina más que un trozo de saco.
Enseguida lo sintió: la imagen tenía que pintarla y, además, quería comenzar cuanto antes.
Vilapol, una pequeña aldea cercana a Villanueva de Lorenzana
Supo después que la maestra se llamaba Dolores Chaves y que la conocían como Doloriñas. Enseñaba a sus alumnos las letras, los números y nociones de distintas disciplinas «para andar por la vida». Vivía con su hija Dora, que era costureira y que les daba clase cuando Doloriñas estaba enferma. Unos decían que era una maestra republicana represaliada; otros, que simplemente era una mujer con algunos estudios que se ganaba la vida con una escuela de las que llaman en Galicia «de ferrado». Los padres más pudientes le pagaban una peseta al mes, pero la mayoría lo hacía en especie, con leña, patatas, bollos de pan o incluso en trabajo, cosechando para ella. Los niños, cuando terminaban los estudios básicos, la mayoría pasaban a ocuparse de pequeñas labores del campo, como llevar las vacas al monte o recoger leña, y los que tenían más suerte continuaban sus estudios en la enseñanza pública.
La búsqueda de la autenticidad
Al terminar la jornada lectiva, Julia habló con Doloriñas y le planteó la cuestión. Y el primer sábado, sin ella esperarlo, aparecieron los niños en su estudio acompañados de sus padres para ser retratados. Pero la artista se llevó una decepción, porque llegaron vestidos «de domingo», es decir, con sus mejores ropas… Y no, no quería eso. Entonces se dio cuenta de que, para poder transmitir autenticidad, tenía que pintarlos tal y como eran: en la propia escuela, durante las clases cotidianas. Y así fue. Durante un tiempo se trasladaba allí con su caballete. Desde la puerta, contemplando lo que acontecía, iba tomando apuntes de lo que veía.
Uno de los supervivientes de aquellos niños, hoy casi centenario, recordaba que, cuando llegaba Julia, les daba tres galletas, lo que en la inmediata posguerra era todo un regalo. La escuela tenía 20 alumnos, y ella hizo retratos individuales de todos, pero solo eligió a once para que pasaran al lienzo final.
Manos a la obra
Se puso manos a la obra tras hacer los estudios preparatorios. En esos tiempos de escasez, apenas había lienzo ni proveedores de pinturas, y Julia se las ingenió como pudo para obtener como soporte unas sencillas tablas contrachapadas. Como no encontró del tamaño que quería, las unió. Y para pintar, fue amalgamando pigmentos de colores de la tierra y aceites que, de forma casi alquímica, convirtió en una rica sinfonía —aunque monocroma— de ocres, verdes y pardos.
Retrato de la maestra Doloriñas con sus alumnos
Al ser una pintura poco cubriente, se empastaba muy poco la pincelada, por lo que se vislumbraban con tosquedad las vetas de la madera. Pero no le importó, y fue inmortalizando, en casi cinco metros cuadrados, a aquellos niños labriegos y a su maestra Doloriñas. La imagen, de una austeridad exacerbada, casi ascética, desbordaba el naturalismo y transmitía una intensa carga de sentimientos y acendrada humanidad. Algo tan sencillo como los zuecos embarrados de los pequeños llegaba a conmover hondamente la entraña del espectador.
La infancia es la patria del hombre
Julia Minguillón había nacido en Lugo en 1906. Sus primeros años transcurrieron en Vilanova de Lourenzá, donde su padre era boticario. La villa era un prodigioso enclave surgido en torno a un monasterio benedictino fundado por el llamado «Conde Santo» en el siglo X. Autores como Rilke o Ramiro Fonte, entre otros, escribieron que en la infancia está la patria del hombre. Y en esta infancia, en plena Galicia profunda y labriega, creció Julia, conviviendo con las esencias más puras y profundas de la tierra, que —según los teóricos del Rexurdimento— subyacen en el mundo rural.
Con 17 años, sorprendió a todo Lugo exponiendo en un céntrico escaparate un excelente retrato de Cascarilla, un conocido vendedor de periódicos. Su realismo impresionó, y poco después, la Diputación de Lugo decidió otorgarle una beca para la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Retrato de Cascarilla
Al terminar sus estudios, Julia Minguillón fue valiente y, en 1934, en plena furia anticlerical del Madrid de la II República, se presentó a la Exposición Nacional de Bellas Artes con una obra religiosa: Cristo en casa de Marta y María. Obtuvo una tercera medalla. Coincidió con otro pintor, Soria Aedo, que, con coraje, presentaba el demoledor Turba sin Dios, que analizamos en primicia en El Debate.
Con el estallido de la guerra civil, Julia se refugió en Lourenzá, la villa de su infancia, y la abandonó para casarse con el joven periodista Francisco Leal Insua, que con el tiempo sería jefe de redacción de El Progreso, director de El Faro de Vigo y de Mundo Hispánico. La artista le iría acompañando en sus destinos profesionales.
Un año después de su boda, quiso volver a Lourenzá para vivir en soledad su tristeza por la pérdida de su primer y único hijo nonato. El entorno telúrico fue el regazo vital de Julia, en el que gestaría su magna obra: la monumental Escola de Doloriñas. Volcarse en la ejecución del lienzo fue una catarsis emocional para poder recuperarse.
Escola de Doloriñas
Curiosamente, entre todos los estudios que hizo, para la obra final eligió la primera escena que había contemplado aquel día desde la ventana. Vemos una sala de reducidas dimensiones; la maestra Dolores Chaves (Doloriñas), en su tarea «de enseñar», lee rodeada de una docena de alumnos. Algunos niños hacen sus deberes en pequeñas pizarras y otros portan sus cuadernos o libros, probablemente el Silabario o el Catón. Al fondo, una ventana deja vislumbrar los montes circundantes, modulados en tres gamas tonales, y el paisaje acusa un lirismo imbuido de saudade gallega o pura melancolía.
Retrato creado por Julia Minguillón
Con una ambiciosa composición en aspa, la escena está plasmada desde un punto de vista elevado, y la definición del espacio roza la genialidad, ya que lo construye con unas líneas básicas, casi imperceptibles. En un alarde técnico, lo articula recogiendo los infinitos matices de un solo color: el color de la tierra. Y es que Minguillón enfatiza la realidad a través de la austeridad; de ahí la reducida gama cromática y el soporte, como dijimos, unas sencillas tablas contrachapadas.
Con un dibujo casi insuperable, la luz va modelando cada figura, desde la de la niña distraída hasta el adolescente púber, en un total de once. Un conjunto exquisito de retratos individuales, a los que da una corporeidad casi escultórica en manos y cabezas, sin perder un ápice de delicadeza.
Rumbo al certamen
El monumental cuadro, como comentamos, de cinco metros y medio, lo terminaría en su estudio, repasándolo con mejores materiales, pero nunca perdió esa frescura de la obra del natural. Y entonces lo decidió: lo presentaría al certamen más prestigioso del país, la Exposición Nacional de Bellas Artes.
Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes de España, celebradas entre 1856 y 1968, fueron el principal escaparate artístico del país durante más de un siglo. Los premios estuvieron dominados por hombres. Aun así, algunas mujeres lograron exponer en este entorno competitivo, pero jamás ninguna había ganado.
Era 1941, la guerra estaba recién terminada. Centenares de artistas concursarían con sus mejores y más rutilantes obras, con temas de gran empaque. ¿Habría sitio para su pequeña escuela gallega? Por supuesto que lo habría. Y, una vez colgado, en el Palacio de Exposiciones del Retiro, entre medio millar de obras y miles de visitantes, todas las miradas empezaron a dirigirse a Doloriñas y sus niños. No dejó a nadie indiferente. Según recoge la crítica, «gustó a Capuletos y a Montescos».
Retrato creado por Julia Minguillón
Tanto es así que fue la obra ganadora y convertiría a Julia en la primera mujer —y única en la historia del arte español— que lograría la anhelada primera Medalla en el certamen. Lo único que pidió a su marido por ganarlo fue que le dejara adoptar una perrilla callejera, Tyla, que acabó siendo su gran compañera.
El lienzo tuvo un exitoso periplo por salas nacionales, traspasó las fronteras de una Europa en plena contienda bélica y se expuso en Berlín, en la Bienal de Venecia en 1942 y, de ahí, saltó a América. Después, la Escola permaneció dos décadas en Sevilla, muy lejos de su Galicia originaria, hasta que se trasladó al Museo de Lugo.
¿Y qué fue de Julia?
¿Y qué fue de Julia después de Doloriñas? Pues siguió trabajando con excelencia, ganando premios y realizando retratos por encargo, además de participar en exposiciones colectivas en Madrid, París, Nueva York, San Francisco, Londres, Berlín, México y Buenos Aires, así como en algunas muestras individuales con gran éxito. Fue también una de las primeras mujeres miembro de la Real Academia Gallega.
Pero, entrados los años 60, se le detectó una grave enfermedad. Quiso que su última obra fuera especial y, mientras sus fuerzas se lo permitieron, continuó pintando y logró terminar Agonía. En una época en la que la pintura religiosa estaba obsoleta, plasmó la Crucifixión de Cristo. Presentó un espectacular Jesús imberbe, en posición serpentinata, con cuatro acompañantes al pie de la cruz que transmiten la grandeza y sencillez de Zurbarán. Tal vez queriendo congraciarse con el Dios en el que siempre creyó y con el que sabía, como católica, que se encontraría en breve.
La Crucifixión de Cristo
Y en agosto de 1965, hace exactamente sesenta años, llegó su muerte y llegó el olvido. Y, como dicen ahora los cursis, fue víctima para la posteridad de una poliédrica cancelación. Los motivos son largos de explicar y van de lo político a lo sociológico.
Uno de estos motivos fue la comparación con otra artista lucense contemporánea: Maruja Mallo, arrebatada surrealista, relacionada con la izquierda radical, con amantes brillantes como Alberti o Miguel Hernández, que solía pasear desnuda bajo un abrigo de lince; niña mimada del progresismo intelectual.
Juventud, premio del Círculo de Bellas Artes
Frente a ella, los «cargos» contra Julia Minguillón eran demoledores: era un personaje discreto, academicista, una mujer felizmente casada y católica, que pintó y vivió adaptada al tiempo que le tocó vivir. Tildada ridículamente de franquista por no haber mostrado las actitudes contestatarias que tanto atraen a los críticos. Su única excentricidad fue querer enterrar a su perra Tyla en una tumba frente al mar. Valoraciones que rayan lo absurdo cuando hay que hablar de poderío artístico, algo que Julia tenía con creces. Pero la realidad es que han sido losas sobre su reconocimiento.
La gran dama de la cultura gallega
Hoy no se entiende que Julia Minguillón, la gran dama de la pintura gallega y una de las mujeres pintoras más importantes del siglo XX, haya sido relegada. Muchos, con mucho menos, son reverenciados. Poseía un extraordinario talento, excelentes aptitudes para el dibujo y el color, un estilo propio, técnica impecable y figuras que rozan la perfección aun en difíciles composiciones.
Cultivó distintos géneros, formatos enormes y puntos de vista elevados que conferían a sus obras cierto carácter épico, de gran plasticidad visual, y consiguió desarrollar una brillante trayectoria en un mundo de hombres.
Estos días, en el 60.º aniversario de su muerte, el mundo del arte no la recuerda. Pero sí habrá un lugar donde se la homenajeará como merece: su amada villa de Lourenzá, escenario de la gesta.
Retrato creado por Julia Minguillón
Fue una gesta porque, pese a los críticos, a los devenires de las modas, a la cancelación de la autora, Escola de Doloriñas fue trascendiendo la esfera de lo artístico para formar parte del patrimonio etnográfico y antropológico, y se convirtió en uno de los lienzos más emblemáticos de la cultura gallega. La maestra Doloriñas y sus rapaciños de Lourenzá, en esa escuela tan real como mágica, captada en ese instante cotidiano, sencillo y a la vez grandioso y espectacularmente emocional, se ganaron un lugar eterno en el gigantesco imaginario de la historia de Galicia y de la pedagogía universal.
Y con esa humilde escuela rural, Julia Minguillón, la gran artista hoy olvidada, fue nada más y nada menos que la primera —y única— mujer que ganó la primera Medalla de la pintura española.