No nací para ser espía. Mi tapadera se derrumbó a los pocos minutos de conversación. Quizá hice demasiadas preguntas, quizá en la era de la crítica gratuita y anónima a nadie le interesa tanto lo que tenga que decir el criticado. Puede que, simplemente, mentir se me dé regular, aunque sólo sea por omisión. El caso es que Yolanda, la dueña del restaurante, levantó una ceja y preguntó, sin perder la sonrisa:
-¿Y a qué has dicho que te dedicas, bonita?
En mi descargo diré que su hijo, Jesús, el que gestiona el día a día del negocio familiar, sí apreció el empeño de mi coartada, puede que algo excesivo. «¡¿Y te vienes aquí a comer con toda la familia?! Supongo que esos son tus padres, tu marido, tus hijas…», inquirió, con la ceja aún más arriba que su madre. «Pues sí, y la otra señora es mi suegra», respondí con una leve sonrisa inocente. Vale, es posible que me pasara con el disfraz, pero qué quiere que le diga, si hay que juzgar el peor restaurante de España mejor hacerlo con un buen jurado demoscópico, ¿no?
Empecemos por el principio. «¿Es este restaurante una joya oculta?», se pregunta un tal Jesús V. en TripAdvisor, baremo ineludible a falta de otro de la calidad de los establecimientos hosteleros. Lo hace, seguramente, movido por los comentarios que dejan a la Churrería de Comillas (Cantabria) a la altura del betún gastronómico patrio. Un 1,2 sobre cinco recibe el restaurante de nota media entre los usuarios de la plataforma, que crucifican sus propuestas culinarias como mediocres y caras, los más suaves; «una estafa histórica» y «una experiencia nefasta» los críticos pero comedidos; «una bazofia indecente» los más cabreados. «Nunca encontré un lugar así. No es posible que exista. Nada se puede salvar. Si lo leéis y no lo valoráis, suerte. Os han avisado», advierte Ángel. «¡¡¡Corred, insensatos!!! No cometáis el error de comer en este establecimiento», lanza Daniel T. «Si te apetece comer basura e irte sin pagar este es tu sitio», sugiere David S. Y así, hasta 1.787 opiniones de las que 1.667 eligen la rúbrica «pésimo».
¿Cuánto hay de cierto en el funesto juicio al que se somete a La Churrería en internet? Según sus propietarios, poco o nada. «Podría darle la vuelta pagando», alega de hecho Jesús. Pero primero, degustemos tan denostadas viandas. Allá vamos.
El reloj roza las dos de la tarde y aparcar en Comillas es una entelequia. Convertida en privilegiado refugio climático, Cantabria es desde hace unos años un hervidero de turistas veraniegos al nivel de, pongamos, Benidorm en el Levante. Los hay nacionales y extranjeros, habituales y advenedizos, más o menos chamuscados por el sol. Porque aquí, que parece que siempre llueve, hace hoy un calor de narices. En esa hora intermedia en la que los más playeros remolonean aún sobre la arena y los más hambrientos están ya con el postre encontramos mesa libre al fondo de la terraza de la Churrería, en la entrada al comedor interior vacío. Somos, ya se ha dicho, cinco adultos y dos niñas, una de seis años; la otra, un bebé. Por si se lo pregunta, no, no hay tronas en La Churrería.
Encajamos como podemos el carrito infantil y nos acomodamos. El espacio es tan angosto, cada centímetro está tan bien aprovechado para no perder comensales, que en un lado de la mesa las patas traseras de las sillas están en equilibrio sobre el escalón del comedor. Imposible instalarse de otra manera. El propio suelo está en cuesta, como comprobaremos más tarde con un plato de cuchara que trataremos de comer en equilibrio. Spoiler: la inclinación será el menor de sus peros.
«¡¡Corred, insensatos!!!. No cometáis el error de comer en este establecimiento»
David S., usuario de TripAdvisor
Para la niña mayor escogemos un sencillo sándwich mixto con huevo que el camarero nos vende como «ventana» en un buen intento de marketing infantil: «¡Levantas la tapita de pan y puedes mojar la yema!», anuncia, y surte efecto. Es difícil cagarla con un sándwich. El resto nos lanzamos a la aventura y elaboramos una suerte de menú degustación «todo al medio, para probar más cosas»: rabas, croquetas, albóndigas, pimientos rellenos y un plato de patatas fritas. La opción alternativa a las raciones son los platos combinados, los bocadillos y las hamburguesas, pero hemos venido a jugar, así que añadimos un buen cocido montañés. Estamos en Cantabria, ¿no? Los platos van llegando por oleadas y tras varios intentos conseguimos disponer de un plato y un juego de cubiertos cada uno. Las servilletas requieren otro viaje del camarero metido a vendedor infantil. Aprovechamos y lanzamos el cebo. Ha empezado ayer y no tiene ni idea de qué son esas reseñas negativas que sacamos a colación. Mal empezamos.
De cara a la crítica culinaria en la que nos embarcamos se hace necesaria una aclaración: todos nosotros, los adultos, somos de buen comer y no excesivamente finos. Además, tenemos hambre. Dicho esto, empecemos.
Las croquetas son congeladas, por la forma podríamos adivinar hasta la marca. Un poco churretosas de un aceite con sabor añejo, pero pasables. Las patatas fritas no saben a demasiado recientes pero qué diablos, estamos en un establecimiento claramente turístico, con sus traducciones de platos al inglés y al francés, y todos sabemos lo que significa la comida de batalla. No nos pongamos tiquismiquis.
El primer ay llega con las rabas. No somos excesivamente finos pero todos somos cántabros, de origen o aterrizaje. Y esos anillos de calamar precocinados y requetefritos, duros de pelar y salados como las olas que chocan unos centenares de metros más al norte, eso no son rabas. Bueno, rebajamos el disgusto, son los clásicos calamares a la romana que sirve cualquier bar de España, no hay para tanto revuelo. El plato, eso sí, tiene precio de tapa de calidad: 13,50 euros por exactamente 14 anillos de calamar. A 0,96 euros cada uno. Pelín cara, la broma. A ver esas albóndigas.
15 euros cuestan cinco bolas de carne regadas de salsa gelatinosa y cubiertas de las mismas patatas revenidas de la ración. Ya pueden estar buenas. Pues no, no lo están. Lo que sí están, para horror de la que escribe, es claramente recalentadas al microondas. ¿Existe acaso mayor aberración culinaria que el microondas? Mi marido abandona la misión a medias y entona un veredicto: «Yo lo que me llevo al plato, me lo como. Pero con esto no puedo». Alego que quizá viene sugestionado por las críticas, que tampoco es para tanto, que en peores plazas hemos toreado, pero el daño está hecho.
Y entonces llega el cocido montañés y ni mi padre, estómago de hierro, logra tragarlo.
«La plataforma ofrece pagar para mejorar la nota. Juegan a un juego muy sucio»
Jesús, propietario de la Churrería
El aspecto no puede ser menos apetecible. Vale que la mesa inclinada no ayuda, algo que parece que el local ya tiene previsto porque el plato hondo viene con uno llano debajo en el que va escurriendo la sopa, pero es que el mejunje marronáceo del que asoma algún trozo de morcilla se las trae. Son pocas las alubias que permanecen enteras, como si estuviéramos ante una ración reciclada de otro comensal. Y están ásperas y pastosas, como a mitad de cocción. Aquí ya hay poco eufemismo posible, pocas plazas peores habremos visitado.
-¿Qué tal todo, bien?- inquiere el camarero, con mirada suspicaz.
-Sí, todo estupendo- responde esta cobarde reportera, aún creyéndose la gran espía que no será nunca.
-¿Alguna cosita de postre?
-¿La tarta de queso es casera?
Pues eso mismo, con cinco cucharas. Y un té rojo. Lo pide mi padre, al que no he visto tomar té en mi vida. Lo apunto rápido como dato revelador.
La tarta queda a medias en el plato, más por pura mediocridad que porque esté especialmente mala. Ni fu ni fa. El té, por su parte, llega con un capuchón rococó fucsia coronado por un diamante de plástico. ¿Es esta indumentaria motivo suficiente para rebajar la Churrería de Comillas a peor restaurante de España? Seguramente, no, pero una decoración innecesariamente llamativa puede terminar de hundir una comida.
Y hablando de decoración, recalamos en las fotos en blanco y negro que pueblan las paredes. La churrería Comillana nació en 1918 como quiosco ambulante y fue prosperando. Primero como puesto fijo en la plaza y después, desde 1987, como el local que visitamos, con una ubicación ciertamente privilegiada en una de las plazas más concurridas del municipio, peatonal y al lado de una conocida heladería artesana. El asunto geoestratégico está, según Yolanda, en el origen de las malas críticas. «Empezaron los vecinos por envidia y luego siguió la gente. Para poner un comentario bueno no lo pones», analiza la nieta de la fundadora, apostada tras la caja y visiblemente hastiada del tema. «Somos amigos de Martín Berasategui y él nos aconseja no hacer ni caso. Esto es una churrería, nuestra especialidad son los churros y el chocolate, pero vimos que si dábamos de comer teníamos también cubierto el mediodía y la noche. Es un sitio normal, sin pretensiones. En el fondo nos da igual lo que digan porque estamos todos los días hasta arriba». Su hijo, Jesús, lo lleva peor: «Nos han hecho mucho daño», intermedia. «Cometimos el error de no contestar al principio y mira a dónde ha llegado».
«Empezaron los vecinos por envidia y luego siguió la gente. Para poner un comentario bueno no lo pones»
Yolanda, propietaria de la Churrería
«Yo no puedo acusar a nadie aunque sospecho de dónde venían los primeros palos, lo que sí sé es que cuando la bola empezó a hacerse grande, TripAdvisor se puso en contacto con nosotros para ofrecernos una cuota mensual a cambio de potenciar las críticas positivas, se pueden incluso comprar paquetes de críticas positivas. Nunca hemos querido entrar en ese juego, es una manipulación digital en toda regla. TripAdvisor es una trampa para la hostelería», sentencia. «La realidad es que las críticas positivas no venden, lo que venden son las críticas negativas y cuanto peor es, mejor. Juegan a un juego muy sucio. Yo puedo comprar mañana mismo 1.000 críticas positivas, distribuirlas en cuestión de cuatro o cinco meses para no llamar mucho la atención y subir de ese 1,2 a un 4,1 haciendo la media. Lo puedo hacer yo, lo puedo hacer cualquiera. Pero no quiero ».
Al día, dice, pasan por la Churrería más de 1.000 clientes, y la sensación entre el personal no es tan mala como la pinta internet. «No te voy a decir que la gente aplauda, ni muchísimo menos, pero la sensación es que quedan contentos. Es un sitio normal y corriente, ni el mejor de España ni todo lo contrario». ¿Y no será, a la postre, más beneficioso ser el peor restaurante de España que el 350º mejor? «Muchos clientes vienen movidos por la curiosidad, sí, y algunos comen. Pero otros se sacan una foto y se van como diciendo: ‘Cuidado, que esto es Mordor’. Y eso es bastante duro, sobre todo en un negocio familiar». Queda emitir un veredicto personal, uno sin pagos de por medio. Tras un sondeo familiar, otorgamos a la Churrería un 2,1 sobre cinco. No fue la experiencia de nuestras vidas, pero en peores plazas hemos toreado.