La Feria taurina de Begoña vuelve como un rito antiguo que algunos defienden como tradición y otros rechazan como un vestigio de un tiempo que ya no es el nuestro. No escribo estas líneas para insultar ni para dividir, sino para invitarnos a deteneros un momento y pensar. La ética no es una invitación a culpabilizar, sino a reflexionar.
Antes de comprar la entrada para la próxima corrida, os propongo un ejercicio. Imaginad por un instante que sois ciudadanos de Omelas, la ciudad descrita por la escritora Ursula K. Le Guin. Allí todos disfrutan de la fiesta, pero esa felicidad colectiva descansa sobre una realidad insoportable: el sufrimiento de un niño, encerrado y maltratado en un sótano. Ningún habitante puede ignorarlo. Todos están obligados a mirar a ese ser inocente a los ojos y tomar una decisión: aceptar la fiesta sabiendo que se sostiene en su dolor, o abandonarla para siempre. Lo único que no está permitido en Omelas es la hipocresía y el autoengaño.
Los ciudadanos de Gijón, afrontamos cada mes de agosto un dilema parecido. La Feria Taurina de Begoña se presenta como tradición, como arte y como parte de la identidad de la ciudad. Pero también estamos obligados a saber que la alegría de la fiesta descansa en el sufrimiento de un ser vivo. Como en Omelas, no podemos fingir que no lo sabemos. Debemos mirarlo de frente y decidir: seguir celebrando sobre ese dolor, o dar el paso de dejarlo atrás. Mirar de frente al toro implica dejar a un lado los mitos que durante siglos han rodeado a la tauromaquia y enfrentarse a lo que la ciencia y la reflexión filosófica nos enseñan hoy.
El toro de lidia pertenece a la misma especie que cualquier bovino doméstico (Bos taurus). Su genética no lo convierte en un animal esencialmente distinto ni lo dota de un «instinto de lucha» único. Lo que llamamos «casta brava» es fruto de una selección artificial realizada por el ser humano desde el siglo XVIII, encaminada a conservar aquellos ejemplares que mostraban mayor tendencia a embestir cuando eran hostigados. No es un comportamiento espontáneo, sino inducido por la cría selectiva.
La etología ha demostrado que la respuesta natural del toro, como la de la mayoría de herbívoros de gran tamaño, es la huida ante situaciones de amenaza. El comportamiento de embestida no es su primera opción, sino una reacción secundaria cuando no existe posibilidad de escapar. El propio Mosterín lo resumía así: «Al toro lo obligamos a hacer en la plaza lo contrario de lo que haría en libertad. Le negamos su naturaleza pacífica y le forzamos a defenderse» (A favor de los toros, 2010).
La neurociencia también ha arrojado luz sobre la capacidad de los animales para experimentar dolor. Los mamíferos poseen receptores nerviosos (nociceptores) que transmiten estímulos dolorosos al sistema nervioso central. En el caso de los bóvidos, su sistema nervioso está lo suficientemente desarrollado como para generar respuestas complejas al sufrimiento: incremento del cortisol en sangre, taquicardia, vocalizaciones de angustia, movimientos defensivos y estados de estrés prolongado. Una piedra no tiene capacidad de sentir el sufrimiento y por ello podemos usarla como nos plazca. Nada de lo que le hagamos a la piedra puede alterar un ápice su bienestar. Pero si un ser tiene capacidad de sufrir, no existe justificación racional alguna para no tener en cuenta su sufrimiento. La gravedad de un dolor solo depende de su intensidad y duración, no de la especie que lo sufre.
El argumento más repetido por los defensores de la tauromaquia es que el toro «nace para la lidia», que encuentra en la plaza su destino natural. Sin embargo, esta es una construcción cultural sin base científica. No hay evidencia etológica de que el toro disfrute combatiendo ni de que su bienestar se vea realizado en el ruedo. Al contrario: todo lo que sabemos de su fisiología y comportamiento apunta en dirección contraria. La supuesta bravura del toro es una invención estética: lo que vemos en la arena no es nobleza ni heroísmo, sino la desesperada defensa de un animal al que se le ha privado de su instinto básico, que es la huida. Lo que los aficionados llaman arte no es otra cosa que una celebración del sufrimiento y la agonía de un animal obligado a enfrentarse a su propia muerte.
La verdad es que el toro sufre, que no nace para el combate y que su dolor es real y mensurable. No podemos seguir apelando a mitos para cerrar no mirar la realidad. Tampoco a la tradición. A menudo escuchamos que los toros son parte de nuestra cultura, que forman parte de lo que somos. Es cierto que la tauromaquia hunde sus raíces en siglos de historia y que muchos la han visto como símbolo de identidad española. Pero conviene aclarar qué significa tradición. No es un argumento ético en sí mismo, sino simplemente la constatación de que algo ha sido repetido durante generaciones. La tradición puede ser fuente de sentido, pero nunca debe convertirse en una coartada para eludir la crítica. Toda herencia cultural necesita ser examinada a la luz de la razón y de la justicia. Que algo haya existido durante siglos no lo convierte en valioso para siempre; significa tan solo que ha sobrevivido en el tiempo.
Nuestra propia historia está llena de prácticas tradicionales que hoy nos parecen inaceptables. Durante siglos, el Imperio romano celebró combates de gladiadores que movilizaban multitudes y se justificaban como parte esencial de su cultura. En la Edad Moderna, los duelos de honor entre caballeros eran vistos como el modo legítimo de resolver agravios. Hasta el siglo XIX, las ejecuciones públicas en las plazas eran espectáculos multitudinarios, acompañados de música y festejos. Todas estas prácticas fueron tradiciones, profundamente arraigadas, hasta que la conciencia moral de las sociedades cambió. No las abandonamos porque dejaran de tener atractivo popular —al contrario, seguían congregando multitudes—, sino porque comprendimos que eran incompatibles con la dignidad humana. El progreso moral de una comunidad no se mide por la fidelidad ciega a lo heredado, sino por la capacidad de cuestionarlo cuando implica sufrimiento o degradación.
La tauromaquia pertenece a ese mismo linaje de costumbres que la sociedad acaba por superar. No es casualidad que en el último medio siglo el número de corridas en España haya caído en picado. Asturias ha ido reduciendo hasta el mínimo sus festejos taurinos, y Oviedo dejó de celebrar corridas en 2007. La tradición, por tanto, ya no vive en el corazón de la mayoría, sino en un reducto que resiste el paso del tiempo. El argumento de la tradición se vuelve entonces frágil: ¿Queremos que la identidad cultural de nuestra ciudad quede ligada a una práctica que la comunidad internacional percibe como un símbolo de crueldad? La verdadera tradición gijonesa no se encuentra en la sangre derramada en la arena, sino en nuestra capacidad de acoger lo nuevo, de reinventar las fiestas, de encontrar formas de celebración que unan sin excluir, que alegren sin herir.
Cuando señalamos el sufrimiento del toro en la plaza, algunos replican: «También hay animales que sufren en la industria cárnica o en las granjas intensivas». El razonamiento parece sólido, pero en realidad es un desvío. Que existan otras formas de maltrato animal no convierte a esta en aceptable. Señalar una injusticia no es excusa para permitir otra. La existencia de la corrupción política nos da licencia para robar. La existencia de males mayores no justifica añadir un mal evitable. La lógica de este argumento es profundamente inconsistente: pretende que, dado que no somos moralmente perfectos, debemos aceptar cualquier forma de crueldad. Incluso admitiendo que la ganadería intensiva provoca sufrimiento —y es cierto que lo provoca—, existe una diferencia esencial: en el caso de la alimentación, hablamos de un ámbito vinculado a necesidades básicas de la vida humana. Podemos y debemos buscar alternativas más éticas (producción extensiva, reducción del consumo de carne, dietas vegetales), pero al menos el marco es el de la subsistencia. La tauromaquia, en cambio, pertenece al terreno del entretenimiento. No se trata de sobrevivir, sino de llenar una tarde de agosto con un espectáculo. No hay en ello necesidad vital, sino puro ocio. Y esta diferencia es crucial: porque si ya nos resulta difícil justificar el sufrimiento animal para alimentarnos, ¿cómo justificarlo para divertirnos? Precisamente porque hay injusticias en el mundo, cada una que podamos evitar tiene valor. No podremos resolver todos los males de una vez, pero podemos dar un paso en la dirección correcta: abandonar una práctica que no satisface ninguna necesidad y que solo añade más sufrimiento al existente.
Cada generación se enfrenta al reto de decidir qué legado quiere mantener y qué prácticas debe dejar atrás. Hoy sabemos, con la claridad que aportan la ciencia y la reflexión ética, que la tauromaquia se sostiene sobre el sufrimiento de un ser vivo que no eligió estar en la arena. No podemos decir que lo ignoramos, ni refugiarnos en mitos o costumbres para justificarlo. Como los habitantes de Omelas, cada gijonés que cruza la puerta de la plaza debe mirarse a sí mismo y decidir: aceptar la fiesta con plena conciencia o elegir un modo distinto de celebrar la vida que no precise del sufrimiento como espectáculo. No se trata de renunciar a la alegría de Begoña, sino de imaginarla más fiel a lo mejor de nosotros.
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