Maurice Swift quiere ser escritor, pero es incapaz de crear historias. No tiene imaginación, aunque sí un rasgo que ha aprovechado desde su adolescencia, cuando descubrió que era irresistiblemente atractivo para hombres y mujeres. ¿Por qué no utilizar esa ventaja para conseguir su objetivo?
Un encuentro casual con el conocido novelista Erich Ackermann en un hotel de Berlín a finales de los años ochenta supone su primera gran oportunidad, y enseguida inicia una relación con aquel hombre mayor tan famoso como solitario, sonsacándole un terrible secreto muy bien guardado de su pasado durante la guerra: material perfecto para su primera novela. Alcanzado el éxito, Swift descubre que ya no podrá detenerse ante nada con tal de mantenerse en la cumbre: necesita más historias, y para ello deberá descubrir otras presas, destruir y devorar otras vidas.
Ambientada en el mundo editorial, esta novela ofrece una mirada atractiva y mordaz a lo que a menudo implica la llamada escalera hacia el cielo de la gloria literaria, con sus premios, promociones y envidias sin fin. Con un juego de perspectivas, abundantes dosis de humor negro y el constante cuestionamiento moral del protagonista, John Boyne nos regala una experiencia de lectura cautivadora.
¿Hasta dónde está dispuesto a llegar un novelista para hallar la inspiración que no tiene? ¿Saborear las mieles del triunfo merece sacrificar el alma? A través de un personaje tan seductor como absolutamente desalmado, John Boyne aborda estas preguntas en Una escalera hacia el cielo (Narrativa Salamandra) una novela que llega a las librerías el 4 de septiembre y que es también una profunda inmersión en el círculo de los escritores, con sus dudas, sus sueños, sus alegrías y sus miserias.
infoLibre adelanta a continuación en exclusiva un fragmento de esta novela.
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La idea de regresar a Alemania me inquietó desde el momento en que acepté la invitación. Después de todo, habían pasado tantos años desde la última visita que era imposible presagiar qué recuerdos se despertarían una vez allí. Corría la primavera de 1988, año en que la palabra perestroika se incorporó al lenguaje común, y yo me encontraba sentado en el bar del hotel Savoy de la Fasanenstrasse pensando en mi sexagésimo sexto cumpleaños, para el que faltaban apenas unas pocas semanas.
Delante, sobre la mesa, tenía una botella de riesling que me habían servido en una copa que, según informaba una nota en el menú, se había modelado con la forma del seno izquierdo de María Antonieta. Era un vino delicioso, uno de los más caros de la extensa carta del hotel, pero no me sentía culpable por haberlo pedido; al fin y al cabo, mi editor había insistido en que no me privase de nada. De todos modos, no estaba acostumbrado a ese derroche de generosidad.
Mi carrera literaria, que constaba de seis novelas cortas y un desacertado volumen de poesía en treinta y cinco años, nunca había sido exitosa. Ninguno de mis libros había atraído a muchos lectores, a pesar de haber recibido reseñas generalmente positivas, ni despertado demasiado interés en el ámbito literario internacional. Sin embargo, para mi gran sorpresa, el otoño del año anterior me habían otorgado un importante galardón por mi sexta novela, Pavor.
Después de ganar El Premio, el libro se vendió bastante bien y se tradujo a numerosos idiomas. La indiferencia con que acostumbraba a recibirse mi obra fue rápidamente reemplazada por admiración y estudios críticos, mientras los suplementos literarios se peleaban por adjudicarse mi redescubrimiento. Pronto empezaron a llegarme invitaciones para asistir a festivales literarios y realizar giras promocionales en el extranjero. Uno de esos actos, una serie de lecturas programadas a lo largo de un mes en la Literaturhaus, se celebraba en Berlín, mi ciudad de nacimiento, aunque allí no me sentía en casa.
Me había criado cerca del Tiergarten, donde jugaba a la sombra de las estatuas de aristócratas prusianos. De pequeño, me encantaba ir al zoológico y fantasear con que algún día trabajaría allí de cuidador. A los dieciséis años estuve en ese mismo lugar junto a algunos amigos de las Hitlerjugend, todos con nuestros brazaletes con la esvástica, y aplaudí efusivamente cuando destaparon el monumento a Bismarck, una estatua de Begas que hasta entonces había estado frente al Reichstag y que habían trasladado al centro del parque como parte de los planes de Hitler para la creación de la Welthaupstadt Germania. Un año más tarde, solo en el Unter den Linden, vi desfilar a miles de soldados de la Wehrmacht tras la exitosa anexión de Polonia. Y diez meses después, me encontraba en la tercera fila de una manifestación en el Lustgarten, rodeado de soldados de mi edad, cuando saludé y juré lealtad al Führer, que nos arengaba desde una tarima erigida delante de la catedral del Reich de los Mil Años.
Finalmente dejé mi tierra natal en 1946 tras ser aceptado en la Universidad de Cambridge, donde estudié Literatura Inglesa, antes de pasar unos años difíciles como profesor en una escuela de primaria de la zona, donde los niños, cuyas familias habían quedado traumatizadas y diezmadas después de cuatro décadas de conflictos armados e inestables reconciliaciones entre ambos países, se burlaban de mi acento. Sin embargo, una vez terminado el doctorado, obtuve una plaza en el claustro docente del King’s College, donde mis colegas me trataban como a una especie de fenómeno curioso, un individuo que había sido arrancado de las filas de una generación teutónica homicida y adoptado por una noble institución británica que, tras la victoria, estaba dispuesta a mostrarse magnánima. En menos de una década me recompensaron con una cátedra, y la seguridad y respetabilidad que conllevaba ese título me hizo sentir a salvo por primera vez desde mi infancia, convencido de que había conseguido un hogar y un puesto de trabajo para toda la vida.
No obstante, cuando me presentaban a gente nueva, a los padres de mis alumnos, por ejemplo, o a un benefactor que estuviera de visita, mis colegas siempre subrayaban que yo era «también escritor», comentario que me desconcertaba y avergonzaba a partes iguales. Por supuesto que esperaba poseer algún atisbo de talento y anhelaba llegar a un número más amplio de lectores, pero mi respuesta habitual a la inevitable pregunta de «¿Puede ser que conozca alguno de sus libros?» era «Probablemente no». Luego solían preguntarme el título de alguna de mis novelas, a lo que yo accedía anticipando mi humillación y observando sus expresiones vacías mientras las enumeraba por orden cronológico.
Esa noche, la noche de la que hablo, el acto en la Literaturhaus, donde había participado en una entrevista pública con un periodista del Die Zeit, no había salido bien. Como me sentía incómodo expresándome en alemán, un idioma que prácticamente no hablaba desde que me había instalado en Inglaterra hacía ya más de cuarenta años, los organizadores habían contratado a un actor para que leyera en voz alta un capítulo de la novela.
Cuando le señalé el fragmento que había escogido, el actor negó con la cabeza y exigió que se le permitiera leer uno del penúltimo capítulo. Me opuse, por supuesto, ya que la parte que él proponía revelaba información que en principio debía ser una sorpresa para el lector. No, insistí, cada vez más irritado por la arrogancia de aquel Hamlet de tres al cuarto, que, al fin y al cabo, había sido contratado para levantarse, leer el fragmento y hacer mutis por el foro. No, le dije, alzando la voz. Eso no. Lea esto.
El actor se ofendió mucho. Por lo visto preparaba sus lecturas en público siguiendo un método tan riguroso que cualquiera diría que se disponía a subir al escenario del Schaubühne. Me pareció exagerado y así se lo hice saber, lo que provocó algunas protestas airadas de los asistentes que me alteraron profundamente. Por fin, accedió a leer lo que yo le pedía, pero lo hizo sin gracia, y me bastó mi oxidado alemán para darme cuenta de que su lectura era deslavazada, carente del dramatismo necesario para conectar con el público. Más tarde, de camino al hotel, muy afectado y desilusionado por todo ese asunto, me entraron unas ganas terribles de volver a casa.
Ya me había fijado en aquel chico, un joven de unos veintidós años que se encargaba de servir las mesas, porque además de guapísimo me había parecido que me miraba mientras me tomaba mi copa de vino. Me pasó por la cabeza la asombrosa posibilidad de que se sintiera atraído por mí, aun sabiendo que semejante idea era absurda. Yo era un viejo, después de todo, y nunca había sido especialmente atractivo, ni siquiera a su edad, cuando la mayoría de la gente cuenta con el magnetismo de la juventud para compensar sus carencias físicas. Desde el éxito de Pavor y mi consiguiente ascenso al rango de celebridad literaria, los periódicos me describían invariablemente como «un hombre de rostro curtido» o «ajado por los golpes de la vida», aunque a Dios gracias, ignoraban lo duros que habían sido esos golpes.
De todas maneras, esos comentarios no me resultaban hirientes, y no sólo porque carecía de vanidad, sino también porque hacía mucho tiempo que había renunciado al amor. Los anhelos que me habían asediado y casi aniquilado durante mi juventud fueron disminuyendo con el transcurso de los años, aunque nadie conquistó mi virginidad, y el alivio que acompañó ese progresivo exilio de la lujuria podría compararse con el haber sido desencadenado de un caballo salvaje que por fin corriera libremente por la pradera.
Esto, además, fue muy ventajoso para mí, a la hora de enfrentarme a ese interminable torrente de chicos guapos que desfilaba por las aulas del King’s College año tras año, a pesar de que algunos coqueteaban descaradamente conmigo con la esperanza de obtener mejores calificaciones, pues me volví por completo indiferente a sus encantos. Jamás albergué fantasías vulgares ni sentimientos embarazosos hacia ellos, y siempre los traté con una actitud entre bondadosa y distante. No tenía favoritos ni protegidos, y nunca di motivos para que se me atribuyeran intereses impuros en el marco de mis obligaciones pedagógicas. De modo que fue una tremenda sorpresa verme contemplando a aquel joven camarero con un deseo tan intenso.
Después de servirme otra copa de vino, cogí la cartera de cuero, que había dejado a los pies de la silla, y saqué la agenda y dos libros: una edición en inglés de Pavor y una copia anticipada de la novela de un viejo amigo que iba a publicarse al cabo de unos pocos meses. Reanudé la lectura donde la había dejado, tal vez a un tercio del libro, pero me resultaba imposible concentrarme. No estaba acostumbrado a ese problema y miré a mi alrededor para analizar las causas. El bar no era particularmente ruidoso. En realidad no había ninguna razón que explicara mi falta de concentración.
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Y entonces, cuando el joven camarero pasó a mi lado y dejó en el aire una dulce y embriagadora estela de transpiración juvenil, me percaté de que la causa de mi distracción era él. Aquel infame se me había metido en la cabeza y se negaba a abandonar el sitio que había ocupado. Hice a un lado la novela y me limité a observarlo mientras él retiraba los platos de una mesa cercana. La limpió con una toalla húmeda, volvió a colocar los posavasos y encendió una vela votiva.
Llevaba el típico uniforme del Savoy: pantalones oscuros, camisa blanca y un elegante chaleco granate con la insignia del hotel. Era de estatura media y complexión normal; tenía la piel increíblemente tersa, como si aún no hubiera conocido el roce de una hoja de afeitar, los labios rojos y carnosos, las cejas espesas y una mata de pelo rebelde, dispuesta a enfrentarse con la resolución de trescientos espartanos en el paso de las Termópilas ante cualquier peine que intentara domarla. Me recordaba al joven Minniti del retrato de Caravaggio, un cuadro que siempre había admirado.
Sin embargo, por encima de todo desprendía una inconfundible fogosidad juvenil, una poderosa combinación de vitalidad e impulso sexual, y me pregunté a qué dedicaría su tiempo cuando no estaba trabajando en el Savoy. Daba la impresión de ser un muchacho bueno, decente y amable. Y eso que aún no habíamos cruzado ni una palabra