Verónica Echegui no pidió permiso. Nunca lo hizo. Ni siquiera cuando vistió aquel chillón chándal amarillo de Bershka para incendiar la pantalla con ‘Yo soy … la Juani’, por expresa orden de Bigas Luna. Tampoco lo hizo años después, cuando, ya convertida en actriz consagrada e incómodamente libre, exigía a gritos —sin alzar la voz— que los Goya la mirasen de frente. Finalmente, lo consiguió, aunque no como actriz, pese a sus cuatro nominaciones. En 2022, subió al escenario con los ojos enrojecidos y el pulso firme para recoger el cabezón al Mejor Cortometraje de Ficción por ‘Tótem loba’. Allí besó a su pareja, Álex García, mientras, en un arranque de ternura y coraje, le espetó al presidente Pedro Sánchez que no tenía excusa para no ver su corto. Fue ovacionada. No por provocadora, sino por ser, como siempre, ferozmente ella.
Verónica Echegui ha muerto este pasado domingo en Madrid, a los 42 años, tras varios días hospitalizada por una enfermedad que, por el momento, no ha trascendido. Se despide una habitual en todas las pantallas, sino también una creadora que nunca se rindió a la inercia ni a la tibieza, y que mucho menos pasó jamás desapercibida. Lo suyo era decir, aunque costara; vivir, aunque doliera. Y así logró transformar la herida en relato.
Madrileña de nacimiento —hija de madre vasca, según reveló en múltiples entrevistas—, Echegui hablaba con emoción contenida de sus raíces. Descendiente directa del dramaturgo José Echegaray y Eizaguirre (1832-1916), primer español en recibir el Premio Nobel de Literatura en 1904, era a su vez hijo de aragonés y de guipuzcoana, natural de Azkoitia. «Toda mi familia materna es vasca, lo que pasa es que andan desperdigados por España», contó Echegui, cuyo verdadero nombre era Verónica Fernández de Echegaray, en una entrevista a ‘El País’. No como una bandera, sino como una brújula. Quizá por eso San Sebastián fue siempre algo más que una bonita ciudad y un festival en su carrera. Fue territorio íntimo. En 2008, con solo 25 años, pisó por primera vez el Zinemaldia. Competía en la Sección Oficial con ‘El patio de mi cárcel’, donde interpretaba a una yonqui con un talento visceral para el teatro. Ese mismo año presentó también ‘La casa de mi padre’, del donostiarra Gorka Merchán, dentro del Día del Cine Vasco.
Un estreno ‘doble’
En una entrevista concedida durante aquellos días, Echegui irradiaba ya la complejidad que la definiría siempre. Hablaba con pasión de su personaje en el filme de Macías, al que se «aferró tanto como a la Juani», y confesaba la contradicción de interpretar a una madre que, pese a amar profundamente a su hija, seguía eligiendo la marginalidad: «Ella se niega a aceptar quién es y prefiere arriesgarse. Es una niña, pero con calle», contaba en la entrevista que concedió a este periódico. Recordaba también su experiencia investigando en las Barranquillas, donde fingieron ser periodistas para no despertar desconfianza: «Había gente lindísima y otra que nos contaba unas historias tremendas. Uno se picaba en la frente porque ya no le quedaban venas. Se dejaba la jeringuilla un rato para apurar», relató.
💔 Profunda tristeza ante la noticia del fallecimiento de Verónica Echegui, actriz de enorme talento por quien sentimos gran cariño y admiración. Nuestro más sentido pésame a sus familiares, amig@s y compañer@s.
DEP 🙏 pic.twitter.com/0gttofopAn
— Donostia Zinemaldia – Festival de San Sebastián (@sansebastianfes) August 25, 2025
Al día siguiente se presentaba su otra gran película de 2008, ‘La casa de mi padre’, que narraba el regreso de una familia vasca exiliada en Argentina tras amenazas de ETA. «Me parece importante porque los dos lados se expresan con libertad. Lo que quiere decir el director es que en ambos lados hay sufrimiento, que todos arrastramos una mochila. Pero en el fondo, somos personas», se atrevió a decir en una de sus declaraciones previas a la proyección, donde, orgullosa, lanzó: «Aquí se me escucha de otra forma».
Ese era el sello Echegui: ir con la verdad sin maquillaje. Fue, y siempre será, la Juani, que puso en su sitio a un entonces debutante Dani Martín en su fugaz paso por el cine; aunque también brilló en ‘Katmandú, un espejo en el cielo’, o en ‘La gran familia española’. Cruzó fronteras con Fortitude, y destacó en comedias como No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas’ o bailó al ritmo de Raffaella Carrà en ‘Explota, explota’, que también se proyectó en el Zinemaldia. A Echegui no le interesaba gustar, sino contar. Dar cuerpo a las contradicciones. Abrazar el caos humano con una entrega que desbordaba la pantalla.
Y cuando actuar ya no bastó, también dirigió. Se puso al otro lado del set para asumir los mandos de Tótem loba, un ajuste de cuentas con un pasado que no quiso olvidar, y que, lejos de querer dejar atrás, decidió convertir en cortometraje. Un título duro, con su habitual mirada feminista, que narraba cómo los ritos culturales pueden convertirse en violencia simbólica. Lo hizo para no callarse más. Para que otras tampoco callaran.
Tras presentar la cinta coral ‘Historias para no dormir’, de Cesc Gay, donde participaba toda la plana mayor del cine español, y que Echegui acudió a defender junto al elenco, volvió en 2022, antes de su última visita en 2024 para la proyección en Made in Spain de ‘Justicia artificial’ a la capital guipuzcoana. Hizo una estelar aparición a primera hora de una de las arduas jornadas del Festival para presentar ‘Estepas’, un cortometraje distinguido en el programa de Audi. Desplegó una vez más su elegante porte, que combinaba con su intimidad creativa, y confesó su deseo de «conocer a más diseñadores vascos». Lo hizo con esa sencillez feroz que la caracterizaba, y pisó las instalaciones de Sade sin estridencias, sin quitar protagonismo a su trabajo, pero siempre reclamando un espacio donde fuera escuchada —y amada— desde la verdad.