Un antiguo instituto. Cuatro bloques casi idénticos dispuestos formando una U: uno por lado y dos en la base. Arquitectura racionalista de mediados del siglo XX. En cada bloque, tres pisos, con una amplia galería por la que se accedería a las distintas clases. Envuelven un jardín con césped y palmeras, dividido en dos por un edificio donde podríamos situar la administración o lo que fuese. Esto es Tuol Sleng, que se traduciría como “colina del árbol de la estricnina”. Su función cambió en 1975. 

En abril de aquel año, los jemeres rojos habían tomado Phnom Penh, la capital de Camboya. Decidieron entonces que había que desalojar las ciudades y enviar la población al campo. También eliminar el budismo, la economía de mercado, la moneda y todo lo que se les antojase que tuviera connotaciones burguesas, como llevar gafas. Y aquel agosto, el antiguo instituto empezaba a funcionar como centro de tortura. Su denominación: S-21. Hoy se pueden recorrer sus dependencias. Es un espacio de memoria.

Dentro del campo de tortura Tuol Sleng en  Phnom Pneh, Camboya

Dentro del campo de tortura Tuol Sleng en Phnom Pneh, Camboya

ANZE SESTOVIC

Una malla rústica de alambre espinoso cubre las galerías. Se puso para evitar que los presos saltasen y eludiesen así las torturas que les esperaban. Un cartel anuncia en tres idiomas las normas que regían el lugar. Entre otras, se prohibía gritar demasiado fuerte durante las sesiones de bastonazos y electrochoques. En las antiguas clases se encuentra detallado el proceder y el cometido del centro. Se actuaba sin entrañas, sin hacer distinción de edades, sexo o procedencia. Desde numerosos tablones nos observan los arrestados. Se los fotografiaba y se les hacía confesar cualquier cosa. Se calcula que pasaron por Tuol Sleng veinte mil personas. Apenas un puñado seguía con vida cuando, en 1979, el ejército vietnamita entró en Camboya y derrocó a los jemeres rojos.

A quien le parezca que esto pasó muy lejos, que no se apure: tenemos espacios de memoria más cerca. Y el miedo que da la memoria. Hasta los nazis la temieron. Eliminaron toda huella del campo de exterminio de Treblinka. Cuando llegó allí el ejército soviético, del complejo donde habían asesinado a centenares de miles de personas no quedaba nada, solo una pradera con una granja acabada de armar en la que hasta habían dispuesto a un granjero de ascendencia alemana. Es tarea de arqueólogos determinar dónde se ubicaron los distintos edificios. El visitante dispone de un museo y dos monumentos: el que rememora las vías de tren y un campo de estelas. Entre ellas, la dedicada al pedagogo Janusz Korczak, que no quiso abandonar a los niños del orfanato que dirigía.

Y aquel agosto, el antiguo instituto empezaba a funcionar como centro de tortura. Su denominación: S-21

Lo que sentí en el S-21 no fue muy distinto de cuando visité Auschwitz. Tanto en un lugar como en el otro, siempre me ha resultado chocante lo banal, lo cotidiano que es la construcción del mal. No precisa casi nada: solo la fuerza de la voluntad. Así tituló Leni Riefenstahl su película de exaltación nacionalsocialista. Sirve cualquier cosa. En Chile, por ejemplo, usaron el Estadio Nacional; en Argentina, la Escuela de Mecánica de la Armada. Hay ejemplos por todas partes. Basta con apartar unos pocos velos, mirar debajo de la alfombra. Y al visitarlos, pensar que esto es de lo que somos capaces.

Los primeros en ingresar en el S-21 fueron los sospechosos de colaborar con el régimen que los jemeres rojos habían derrocado. Pronto, la paranoia del nuevo régimen llevó a devorarse entre sus dirigentes y un buen número de los verdugos engrosaron las filas de las víctimas. Así pueden girarse las tornas. También hemos asistido al prodigio contrario: con cálculo y disimulo, el verdugo se hace pasar por mártir. Su mentira está a la vista: basta con ver de qué lado caen las víctimas. Así somos, así podemos ser. Quien insista en negarlo es que está dispuesto a repetirlo.