No hace falta repetir a estas alturas por qué Tiburón es una obra maestra, pero a lo tonto, ya lleva 50 años aterrorizando a bañistas cada verano, y eso tiene implicaciones de todo tipo, como que en todas estas décadas ninguna película de escualos haya estado realmente a su altura. No es cuestión de comparar a cineastas con Steven Spielberg, ni esperar que otra consiga que la gente elija montaña en vez playa en vacaciones, pero lo cierto es que aún está por llegar una sola que la mire cara a cara.

Y no será porque no hay cine de tiburones. En este medio siglo se han estrenado hasta 180 títulos de todo calado, pero el esfuerzo numérico no es suficiente, hay un ingrediente secreto que no se ha podido incorporar a la receta, aunque la materia prima principal siga fascinando a la humanidad, atraída por el depredador marino y su costumbre de atacar a humanos de chapuzón. A Spielberg le debemos que exista un subgénero dedicado a este animal, y también que su aporte siga reinando tanto tiempo después.

No es que todas las películas que se hayan hecho después sean malas, ni mucho menos, de hecho, este mismo verano tenemos una variante bastante potente en Dangerous Animals, una mezcla del concepto, pero con asesino en serie. Lo cierto es que todas, en cierta forma, están en un escalón diferente, sin que tenga que ver que la propia producción, más o menos independiente, afecte por razones de presupuesto, un caso común en la explotación de un género dado a las copias de mala calidad.

Pero no hablamos aquí de Sharknado 4, Shark Exorcist, o cualquier otro juego de palabras convertido en largometraje por obra y gracia del CGI, sino de los mismos intentos por repetir jugada de sus creadores, empezando por Peter Benchey, el creador original del cotarro. El escritor tuvo a bien hacer unas cuantas novelas adicionales de terrores marinos; una de ellas fue La criatura, que se convirtió en miniserie en 1995, aunque ni su propuesta de mutación antropomorfa creada por el estudio de Stan Winston hizo mella en el público.

Las secuelas de ‘Tiburón’

Misma cantinela para todas las secuelas oficiales de la primera, que a pesar de tener buenas ideas han dejado un legado desigual, quizá con la excepción de la segunda entrega, puede que una de las pocas películas del subgénero que haya podido surfear cerca del hito de Spielberg. Casi tallando la estructura de muchos slashers posteriores, Tiburón 2 es un más que digno ejemplo de terror animal en el mar al que incluso It de Andy Muschietti le copiaba la planificación de un ataque en su escena inicial.

Jeannot Szwarc toreaba a las imitadoras del original de esa época con otros animales: Grizzly, El Búfalo blanco u Orca, la ballena asesina, la cual se atrevió a hacer algo diferente que Tiburón: la venganza ya se encargaría de rentabilizar. Pero fueron muchos años sin que nadie se atreviera a hacer variantes valientes de la premisa primordial, hasta más o menos 1999, cuando la divertida Deep Blue Sea se lanzó a mezclar la idea con el cine de acción y las variables submarinas surgidas a raíz de Abyss.

Sin embargo, los mejores ejemplos han sido los que han intentado reducir la experiencia a la tensión y el terror químicamente puros, tanto Open Water como El arrecife minimizan medios y entorno para plantear cómo sería estar perdido en medio del mar con fauces rondando en los alrededores. Pero pese a ser absolutamente angustiosas, su recorrido llega a lo sumo al de una escena cualquiera de Spielberg con la música de John Williams, un buen sucedáneo, pero sin el resto de guarnición que hace del clásico algo más.

Lo mismo puede decirse del concepto mínimo de Infierno azul, con una virtuosa dirección de Jaume Collet-Serra que queda algo deslucida por un final que, de tan espectacular, deviene en ridículo y falso. Tampoco están nada mal algunos avatares de la buena serie B como Bait, A 47 metros (y secuela) o Megalodón 2: la fosa, pero no hay forma de alinearlas con una película inmortal como la Tiburón de verdad, por mucho que saquemos orgullo de clase y establezcamos que cualquier joya indie puede compararse con una superproducción.

«La película más perfecta jamás realizada»

Pero no se trata de eso. Tiburón es de esas raras obras que ni su creador tiene muy claro por qué le salió así. Su desastrosa producción evitó que el animal mecánico, bautizado Bruce, funcionara correctamente en la mayoría de las tomas donde tenía más protagonismo, de manera que el ingenio para maquillar su ausencia afloraba, y un plano del agua o la mirada submarina del animal resultaba mucho más siniestra. Por otro lado, todos sabemos de qué pie cojea el rey midas de Hollywood en su cine más maduro.

Es decir, si no llega a ser su segunda gran producción para la gran pantalla y con solo 26 años durante el rodaje, seguramente habría tenido bastantes más reparos con la violencia, se habría empalagado con las escenas familiares y todo sería un poquito más mecánico y seguro, como su Parque Jurásico. La pandilla juvenil de Amity Island habría descubierto que el devorador de hombres tan solo se acercaba a la playa porque quería tener tiburoncillos en su época de reproducción y al final le habrían liberado de las redes del malvado pescador Quint.

Pero no, aquí tenemos piernas mutiladas cayendo al fondo del mar, niños convertidos en un borbotón de sangre, cadáveres descompuestos y sustos de muerte que no te los compone ni el James Wan más inspirado. Todo ello con un trasfondo socieconómico antiliberal, una chapa y pintura a los elementos menos acertados de la novela que dio pie a personajes memorables, monólogos dignos de una pieza de Broadway y la capacidad de equilibrar terror con cine de gran aventura clásica y la épica de Melville, todo ello en apenas dos horas.

Desde una estructura atípica dividida en dos mitades diferentes a una construcción de la comunidad costera de Norteamérica en plena crisis del petróleo, las posibilidades de Tiburón trascendían el mero evento de fin de semana en el que se convirtió. Muchos culpan a la película de crear el artefacto que convertiría a Hollywood en un engranaje dependiente de los blockbusters para sobrevivir, pero eso no es óbice para desestimar que hasta Quentin Tarantino reconoce que es «la película más perfecta jamás realizada».

El cineasta convertido en gurú puede o no tener razón, sin embargo hay algo que no le puede negar nadie al éxito de Universal y es cómo consiguió trasladar la incertidumbre de un baño cualquiera en una paranoia que causó histeria social y efecto llamada a las salas de cine para vivir un poco de aquel pánico colectivo. Por eso, es difícil que, incluso una copia italiana tan competente como El último tiburón, de 1981, logre acercarse un poco a aquella experiencia esencial.

No se trata de tratar de igualarla, es sencillamente una montaña que se mantiene igual año tras año, con su increíble fotografía de Bill Butler en 2.39:1, o el oscarizado montaje de Verna Fields. Nos presagiaba Regreso al futuro II que en 2015 habríamos llegado a la 19 de la franquicia, pero no se ha vuelto a replicar la marca. Por algo, Tiburón ha sido de los pocos clásicos de su época que no ha tenido remake hasta ahora, sea por la negativa rotunda del propio Spielberg, o bien porque nadie tiene las agallas de intentarlo.