Breve historia de la oscuridad, el libro de Vicente Monroy (Toledo, 35 años), abre con dos citas. Una es de Kafka: “Con una luz cegadora se puede disolver el mundo”. La otra es del cineasta chileno Raúl Ruiz: “¡Luz, más luz!, dijo Goethe en su lecho de muerte. Menos luz, menos luz, repetía Orson Welles en un plató de cine la única vez que lo vi. En el cine actual (y en el mundo) hay demasiada luz. Es hora de volver a las tinieblas, así que ¡media vuelta y a las cavernas!”


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El libro, editado en la colección Nuevos Cuadernos Anagrama es pequeño, de apenas 95 páginas, pero tiene tantas ideas, análisis, anécdotas, historias y disparadores que es, como los buenos libros, un aperitivo: despierta el hambre y la curiosidad.

La arquitectura es un dato fundamental del libro. Frente a la historia moderna del cristal, que parece obsesionada con sus construcciones transparentes, Monroy reivindica los espacios oscuros como lugares de resistencia. Las salas de cine, dice, fueron durante décadas núcleos de sombra en el centro de las ciudades, refugios donde se gestaban memorias íntimas y colectivas. Monroy habla de la arquitectura de esos espacios -las salas de cine- que ahora nos parecen naturales aunque cada vez haya menos, pero que debieron concebirse muy especialmente para que sean como son, para que una pantalla proyecte la luz, para que muchos espectadores se sientan atrapados por lo que ocurre y se cuenta allí.

Y aún así, no hay nostalgia. Monroy evita idealizar los palacios cinematográficos del siglo XX y se concentra en lo que está en juego: la desaparición de los espacios de encuentro, la fragmentación de la atención, la conversión del cine en flujo publicitario. “Consumimos más flujo visual que nunca, pero menos imágenes que nunca”, advierte, señalando que la memoria se construye en la penumbra, no en la sobreexposición.

Monroy habla del cine, pero no enumera directores o películas; hace foco en esa relación única que se establece entre las películas y los que asisten a una función. Habla del espectador. “Realmente, lo importante del cine es el espectador. Creo que el problema que tiene el cine contemporáneo, tanto el cine industrial como el cine de autor, todos los cines, es que han perdido de vista al espectador. El cine está perdiendo la dimensión humana y creo que es fundamental recuperar eso. Es fundamental luchar por recuperarlo. Yo abogo por un cine que tenga en cuenta siempre la dimensión humana. Que esté hecho a la altura, si puede ser grabado a la altura de los ojos, mejor, que tenga en cuenta cuáles son nuestros espacios, nuestra manera de vivir y nuestra forma de vivir. Y claro, la sala de cine es un espacio que está totalmente diseñado y perfeccionado para adaptarse al cuerpo humano, para adaptarse a la sensibilidad humana. Esa oscuridad que parece que nos abraza, que nos toca, ese sonido que nos envuelve, esa manera que tienen las salas de cine de seducirnos”, dice durante la entrevista.

Como escribe en uno de los capítulos: “Los cinéfilos de todas las épocas han compartido el placer de perderse en la oscuridad para evadirse durante un par de horas de los escenarios de su vida cotidiana. Mientras los grandes cineastas buscaban desarrollar un lenguaje capaz de conquistar a los públicos de todo el mundo, un esperanto universal, las salas también aspiraban a su propia universalidad: en Los Ángeles o Katmandú, aquel que se sentaba en una butaca abandonaba su gris realidad para convertirse en ciudadano de un quimérico país de tinieblas (…) un lugar para todos aquellos que buscaban en palabras de Alexandre Kluge, “una patria fuera de lo real” (…)


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O como dice después: “Recordemos la necesidad de mantener territorios en sombras en nuestras vidas y nuestro derecho a cerrar los ojos. No para ignorar la realidad, sino para tomar distancia e imaginar otros mundos posibles”.

Lo dicho: el libro es pequeño. Pero deja ganas de volver al cine. De volver a sus tinieblas. ¡Media vuelta y a las cavernas!