La corrida de La Quinta fue de esas que están diseñadas para el análisis del buen aficionado. Ese que sabe diseccionar incluso la bravura de … la raza, y la clase de la mera obediencia humillada y ennoblecida. Fue tan diversa en su comportamiento, e incluso hechuras, que juzgar la tarea de los matadores de la terna exige someterse a los paradigmas del comportamiento individual, por singular, de cada ejemplar.

Miguel Ángel Perera, Emilio de Justo y Clemente debieron elevar su disposición a lo largo de la tarde, con la que se abría la feria taurina de San Antolín en Palencia. Y pudieron, porque las reses de la familia Martínez Conradi, presentadas correctamente, sin arboladuras terroríficas, ni mucho menos, ofrecieron posibilidades para el toreo de potencia ética y estética. Pese a ello, y a que los astados más enrazados (segundo, el excelente cuarto, quinto y sexto) no dejaron de ofrecer su exigencia con una pátina de nobles intenciones, existieron demasiadas precauciones por los coletudos, excesivas. Sin apreturas ya en los embroques, delatadas por una colocación en muchas ocasiones. Así, Perera, en su primer toro, el que abría plaza, como ejemplo prístino.

Otros titulares de prensa que ustedes puedan leer les conducirán, mansamente, ineludiblemente, hacia la salida a hombros de Miguel Ángel Perera, tras una faena de decente composición, equilibrada en su ritmo y en su arquitectura. Cierto. Pero es más cierto, y resulta tan legítimo como obligado decirlo, y escribirlo, que su segundo astado, cuarto de la tarde, Bellotero de nombre, cárdeno claro, en el tipo oficial santacolomeño de La Quinta, mostró una raza, clase y calidad en la embestida, con la cara tan colocada, tan humillado y cadencioso el viaje tras las telas, que mereció más y mejor toreo. Más profundo, con mayor mando, porque entonces, solo entonces, el magnífico ejemplar, tan repetidor, tan pronto, se hubiera entregado hasta el límite de su potente bravura.

Y, entonces, quizá los trofeos hubieran elevado su premio, y hasta se hubiera podido plantear un indulto, pese a la rémora de una suerte de varas –ajena al juego y potencial del astado– de resultado no decisivo ni concluyente.

Lo que sí logró Perera ante el cuarto fue expiar sus pecados, muchos y graves, de su primera faena, tan átona, monótona y descomprometida que, aquí sí, estuvo al nivel de su tan desrazado como bien armado oponente. Detrás de la pala citó, siempre sacando al toro de su raíl natural, un descarrilamiento de actitud que provocó el desánimo de los tendidos, máxime cuando mató en suerte centrífuga, con una estocada atravesada que confesaba la huida en la ejecución de la suerte letal.

La fase nuclear con la muleta ofreció pasajes de toreo compacto, aunque falto de profundidad, con ligazón y cadencia, con un toro que fue a más, y que también pedía eso, más. Mucho más. Perera enterró el acero en más de su mitad, y el toro, bravo, y esa condición también ofrece su indubitable prueba en el modo de morir, se resistió a rodar por la arena hasta su último estertor. La ovación durante el homenaje póstumo de la vuelta al ruedo al astado resultó tan cerrada y sólida que nadie podía dudar de quién fue el vencedor de la faena.

Una oreja, tras pinchazo, cosechó Emilio de Justo tras su labor ante el segundo toro de la tarde, un animal justo en su raza, pero bonancible en su embestida, en tomar la muleta por debajo, previsible en sus acometidas. Cabe recordar un garboso quite por chicuelinas del cacereño, y una suave tanda de naturales. El trofeo, solicitado por los tendidos de modo no minoritario, fue concedido con flexibilidad –in dubio pro torero- del usía.

Ante el quinto, un animal con movilidad y raza en rango no despreciable, Emilio de Justo estuvo acelerado, como con prisa. Tenía cierto genio el toro, y exigencia de mando, pero los muletazos se pudieron contar como enganchones. Pinchó en dos ocasiones con derechura, y a la tercera buscó los bajos. Hemorragia espasmódica del toro y final de una tarde en la que se echó de menos el toreo asentado, despacioso y cercano del extremeño.

Tuvo un paso muy discreto Clemente por la feria de San Antolín. Excesivamente precavido y desconfiado con su lote, con tareas intermitentes y carentes de guión, el francés tuvo en el silencio de los tendidos el inapelable fallo del respetable.