El escritor Theodor Kallifatides.

El escritor Theodor Kallifatides. / EP

Hay personas más conscientes –o mucho más– que otras acerca del acto de existir, de estar vivo. Hay personas –y no me extrañaría que en su mayoría fueran escritores, cineastas o filósofos– para los que el concepto de vivir impregna de forma natural el pensamiento cotidiano. Todos los días, a menudo varias veces por día, reflexiono sobre esto, me digo: soy, somos, estamos, y de inmediato se produce una extrañeza, una escisión, como si ser esto y pensarlo fueran incompatibles en simultáneo. Al verme vivir desde fuera me externalizo, me emancipo de mí. Existir se vuelve raro cuando se lo razona a partir del distanciamiento.

Esto mismo hace, ante su obra como frente a un espejo ajeno, Theodor Kallifatides (1938) con una sensibilidad extraordinaria. Nacido en Grecia, se radicó en Suecia a los veintiséis años, donde desarrolló su carrera literaria como escritor y traductor. En uno de sus libros más celebrados, ‘Otra vida por vivir’ (2016), reflexiona precisamente acerca de cómo, si vivir ya es un hecho de por sí curioso, hacerlo lejos de la tierra natal se vuelve doblemente paradójico: “Quizás finalmente ese sea el precio de vivir en un país extranjero. No es solo que vives una vida distinta de la que dejaste atrás. Es que la vida en el extranjero te vuelve extraño”.

En esa brevísima maravilla que es ‘Otra vida por vivir’, Kallifatides cuenta acerca de un momento, a sus setenta y seis años, en que se enfrenta a un tremendo bloqueo creativo y cómo, para intentar salir de él, decide hacer un viaje temporario a su Grecia natal. Allí analiza en qué se convirtió su vida en el exterior y qué hubiera sido de él en caso de haberse quedado.

Sujeto desarraigado

Esa suposición, ese “si” condicional a menudo alojado en un ramillete de “hubiera”, se convierte –dice– en un sentimiento propio del sujeto desarraigado: “Quizás ese “si” sea el precio más alto de la emigración. Está siempre ahí. Pero te coge desprevenido, te alcanza como una bala perdida. En cualquier momento. Puede ser cuando te inclinas a besar a tu hijo, o cuando estás tendiendo tu cama, o cuando te encuentras solo en una ciudad extraña, en París, por ejemplo, y de pronto te llega el susurro de las moreras de la plaza Gyzi en Atenas. Y sabes que quizás hayas vivido una vida equivocada. Pero nada puedes hacer. Solo esperar el momento en que la vida que vives cobre más presencia que la vida que no viviste.”

Ese “si” no es otro que el sobrenombre de la nostalgia. Cuando, además, la patria dejada atrás no hace más que empobrecerse y arruinarse, la sensación de culpa o traición se agravan toda vez que llegan, al nuevo destino, noticias nefastas. “Si los griegos no existieran, Europa no estaría en problemas” es el tipo de acusación implícita que percibe a su alrededor ante las crisis de su país. Visitarlo tampoco supone un alivio, ya que es desde ese desdoblamiento incómodo que contemplas lo que te perteneció: “Nunca antes había visto mi cuidad así. La pobreza era una vieja compañera, pero aquella indigencia no.”

Por muy amable que sea el país adoptivo, para el que deja la patria, el nuevo adentro conservará su posición de afuera, mantendrá cierta condición de intemperie, al menos afectiva: “La emigración es una especie de suicidio parcial. No mueres pero muchas cosas mueren dentro de ti. Entre otras, tu lengua.” El lugar más íntimo y permanente del refugio es ese, siempre la lengua; todos los autores emigrados coinciden en este punto: lo último que se desea perder. Mi patria es el portugués, escribió Pessoa.

Luego de cincuenta años produciendo literatura en sueco, tras su regreso a Grecia, el autor redacta este libro por primera vez en su idioma natural. Conmueve, en ese momento, la emotividad con que se reconoce identificado con su pasado, agradecido a su pueblo. “Mi lengua –escribe en el último párrafo del libro–, la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría. […] ¿Qué importancia tenía en qué rincón del mundo viviera?”.