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Si uno sobrevuela Belfast podrá ver kilométricas líneas de cemento que aún hoy siguen separando barrios católicos y protestantes de la capital de Irlanda del Norte. Y pese a que esos muros erigidos desde 1969 han perdido mucho de la función que tuvieron antaño, cuando los Troubles, no son pocos los vecinos que dicen sentirse más seguros viviendo cerca de alguna de estas barreras que, en tiempos de cruento enfrentamiento civil, fueron bautizadas como muros de paz. En 2013 se propuso que en un plazo de diez años todos hubieran sido derribados, pero lo cierto es que a día de hoy muchos persisten.

Bloomfield es un barrio sin muros de paz. Es una zona de aplastante mayoría protestante, como todo el este de la ciudad, donde en los años cincuenta del siglo pasado las Union Jacks flameaban orgullosas. Había católicos, claro, pero su número era una anécdota que no suponía amenaza alguna, y quizá por ello los vecinos más vetustos de la zona no recuerdan los grandes disturbios que sí eran el pan de cada día en otros puntos de la ciudad no muy lejanos.

Dentro de Bloomfield, Hyndford Street es una calle enladrillada, gris y anodina, con coches aparcados a ambos lados de la calzada y casas sin concesión alguna a la estética conocidas como two-up two-down: dos habitaciones en la planta baja y dos dormitorios en la superior. Recorriendo Hyndford Street en dirección sureste, enfilando el final de la misma, se llega al número 125, donde una pequeña placa de latón de sobriedad acorde a la calle recuerda que su vecino más ilustre vivió allí los primeros dieciséis años de su vida, entre 1945 y 1961.

Hace hoy ochenta años, el 31 de agosto de 1945, apenas dos días antes de la capitulación de Japón, nació George Ivan Morrison, Van Morrison para la posteridad. De esos ocho decenios, más de seis los ha pasado escribiendo e interpretando música. Me gusta creer que Van Morrison le ha puesto banda sonora a mi vida. Cuando yo no descollaba más de seis palmos del suelo, en el Ford Fiesta blanco de mi padre sonaba con recurrencia un casete que incluía dos canciones de Van: Rolling Hills, una pieza breve que irremediablemente me ponía de buen humor, y Piper at the Gates of Dawn, un tema con referencias al clásico infantil de Kenneth Grahame The Wind In The Willows, este más sosegado, más contenido, más gaélico. Yo aún no sabía que ese señor que parecía cantar con una patata entera en la boca era Van Morrison, para eso faltaban aún unos pocos años.

Los que allá por los felices años 2005-2007 contábamos con alrededor de trece años empezamos a pedir como regalo de cumpleaños o de Navidad –mis coetáneos no me dejarán por mentiroso– un reproductor mp3 de los que permitían guardar unas trescientas canciones –¡y qué quería hacer yo acaso con toda esa música! O parafraseando a Poncela: ¿hubo alguna vez trescientas canciones?–. El caso es que mis deseos fueron concedidos, y un día de Reyes recibí  un flamante mp3 listo para llenarlo de música. Unos días más tarde, en casa de mi tía, esta empezó a hacer sonar en su ordenador unas melodías extrañas, hipnóticas, de la que yo no me cansaba. Quería más. Ponla otra vez. Pregunté a mi tía quién era, y no sorprenderá mucho que la respuesta fuera Van Morrison. Fue en ese momento exacto cuando arrancó mi obsesión y también cuando perdí un tema de conversación –y no iba sobrado– con los amigos de clase, que no tenían precisamente en sus mp3 los greatest hits del León de Belfast.

No obstante, había que ir poco a poco. Igual que es suicida que un chaval de trece años se inicie en la literatura con La broma infinita de Foster Wallace (bien visto, nadie debería iniciarse en la literatura con La broma infinita, no importa la edad), tampoco es recomendable entrar en la obra de Van Morrison con los ocho temas de Astral Weeks, pura improvisación grabada en tres sesiones y sin partituras. De este álbum de 1968 Elvis Costello dijo que era “« “el disco más aventurero realizado en el ambiente del rock, y realmente desde entonces no ha habido un disco que se haya realizado con tanta audacia”. Lewis Merenstein, productor de este trabajo, reconoció que escuchando el comienzo de la canción homónima rompió a llorar. 

Mis primeros pasos como vanatic, ya digo, tenían que ser más digeribles. Recuerdo así los nueve minutos de luminoso crescendo de Take It Where You Find It (1978), el optimismo irredento que inunda varios temas de Into the Music (1979), el turbulento The Healing Game (1997) o las notas de Days Like This (1995) que suenan en el coche de Melvin Udall en Mejor Imposible y hacen a este olvidar, o al menos aliviar durante unos minutos, las miserias de su trastorno obsesivo-compulsivo. Después de ese aperitivo que entraba sin dificultad por los oídos se podía aspirar a trabajos más complejos, como el Astral Weeks ya comentado, la nostalgia del hogar en Hymns to the Silence (1991), los devaneos espirituales new age un tanto erráticos de Beautiful Vision (1982), el desparrame de blues en Too Long in Exile (1993) o el ascético Common One (1980).

Fue así como me convertí en un obseso de Van Morrison. Quise escuchar todo lo publicado, las rarezas, los bootlegs, los descartes, los conciertos que otros aquejados de esta misma fiebre subían a YouTube con una calidad de imagen que convierte los partidos noventeros de Canal Plus codificados en una experiencia 4K. También quise leer todo lo que se había escrito sobre él: el Viaje a Caledonia de Isabel y Miguel López recientemente reeditado por Sílex, la biografía escrita por Eduardo Jordá en la colección Rock y Pop de Cátedra, el When That Rough God Goes Riding de Greil Marcus o el Can You Feel The Silence de Clinton Heylin. Lo he visto en directo cinco veces, la más reciente el pasado mes de junio (¡y qué noche!): sus conciertos se siguen caracterizando por una puntualidad exquisita (esta última vez, de hecho, empezó cinco minutos antes de la hora, por lo que a más de uno lo pilló aprovisionándose de cerveza), noventa minutos de rigor, sus innegociables gafas oscuras, ni una palabra al público más que para pedir aplausos a su banda y despedida a la francesa: mientras sus músicos se recrean en sus habilidades a los instrumentos, él ya va camino al aeropuerto.

En los últimos años Van Morrison se ha entregado a un ritmo de publicación frenético –trece álbumes en diez años–, donde en no pocas ocasiones la cantidad ha primado por encima de la calidad. No es que lo haya hecho mal, sino que el listón estaba demasiado alto. Y es que mediados los años noventa –la etapa de su carrera que más disfruto–, Van Morrison se encontraba en estado de gloria. Cumplidos los cincuenta y aparentando cuando menos diez años más (una disonancia entre edad y aspecto que, a decir verdad, lo ha aquejado desde joven) y rodeado de músicos de la talla de Pee Wee Ellis, Jonn Savannah, Brian Kennedy, Leo Green, Matthew Holland, Georgie Fame o Candy Dulfer, el de Belfast se desgañitaba con sus característicos blablablabla y borborigmos, interpretaba medleys que se iban por encima de los veinte minutos e interactuaba (¡a veces incluso riendo!) con el público, difuminando esa imagen merecida de huraño que ha arrastrado siempre.

El crítico musical Greil Marcus dijo en una ocasión que « »ningún hombre blanco canta como Van Morrison”. Su rugido portentoso, unas veces atropellado y otras salmódico –y es impredecible cuándo le va a dar por uno u otro: ahí está el encanto de su directo– repite una serie de topos: mitológicos (CaledoniaAvalon), topónimos de su Belfast natal (la escuela Orangefield, su Hyndford StreetCyprus AvenueConnswater) que, a fuerza de escucharlos cientos de veces, me hacen sentir que conozco la ciudad como la palma de mi mano –algo similar me ocurre con Atenas leyendo los libros de Petros Márkaris protagonizados por el comisario Jaritos–. También abundan las referencias literarias: Yeats, Keats, Coleridge, WordsworthDylan Thomas o Eliot. Otro tópico recurrente, el de la curación, está presente en varios títulos de sus canciones. En este último caso el tópico deviene verdad: lo cierto es que no importa cuántas veces escuche mi canción favorita (habrán sido más de mil): con cada nueva reproducción, con cada rugido, la piel sigue erizándose, entro en una suerte de trance, el alma se apacigua y, durante unos minutos, la sensación es la misma que la de Melvin Udall: todo está bien. Bendita obsesión.