«La vida era más sencilla cuando Blackberry y Apple eran solo frutas». Así lo recuerda un cartel colgado en mi querido restaurante Sol i Mar de Calella de Palafrugell. Allí, sentada, con vistas al mar y con un libro en las manos, me detengo a pensar en cómo hemos ido cambiando. En cómo las pantallas se han ido comiendo el silencio, la pausa, la concentración… y la lectura.
Vivimos inmersos en un mundo hiperconectado y acelerado. Las notificaciones, los mensajes constantes, el algoritmo que nos mantiene pegados —a base de microdosis de dopamina— no nos dan tregua. Todo es inmediato, todo es breve. Y dentro de esta tormenta digital, abrir un libro en papel se ha convertido en un pequeño acto de resistencia. De regreso. De conexión real, con uno mismo y con los demás.
Dos campañas recientes me han ayudado a poner imágenes a este sentimiento. La primera, con el eslogan Leer te mueve, nos muestra un libro abierto que se transforma en dos piernas caminando. Una metáfora sencilla pero potente. Leer te mueve. No sólo de lugar, sino por dentro. Te transporta a mundos imaginarios, pero también te sacude, te hace pensar, te cuestiona. Y a menudo, después de leer aquel libro, no eres exactamente la misma persona.
La segunda, de una inmensa dulzura, nos muestra a una niña durmiendo en la cama… y en el suelo, la figura de la Pippi Langstrump, estirada en la misma posición. El libro de la Pippi está abierto al lado. El mensaje: The right book will always keep you company. El libro adecuado siempre te hará compañía. Y sí. Un buen libro se puede convertir en tu mejor amigo. En una presencia constante. Hay historias que se instalan dentro, personajes que te hacen de espejo o de ancla. Libros que te consuelan, que te hacen reír, que te hacen sentir menos solo.
Pero leer en papel no es sólo acceder a una historia. Es también una experiencia física, casi un ritual. Elegir el libro, abrirlo, acariciar el grosor de las páginas, sentir el olor de la tinta y del papel. Subrayar, siempre a lápiz. Volver atrás. Releer una frase sólo porque es bonita. Cerrarlo y dejarlo encima de la mesilla. Esperar con candelillas el momento de volver.
Leer nos obliga a detenernos. A poner pausa. A dejar de estimularnos por fuera para empezar a mirar adentro. Y eso, hoy, es revolucionario. Cuando leemos, la mente se desacelera. El pulso baja. La atención se centra. Nos desenganchamos —aunque sea un rato— del torrente de estímulos digitales que nos sobreexcitan y nos dispersan. Leer ayuda a calmar ese tipo de sed inacabable de novedades, de urgencias, de contenido instantáneo. Y, sí, seguramente reduce la dopamina descontrolada que nos generan las pantallas. Pero también nos eleva, nos enriquece y nos equilibra.
Y luego están las librerías. Las grandes y las pequeñas. Las de la gran ciudad y las del barrio. Las del pueblo. En todas ellas, entras y te puedes perder. Puedes revolver estantes, escuchar recomendaciones de la librera que te conoce, descubrir un título que no buscabas, pero que te encuentra a ti. Comprar en la librería es una experiencia. Es defender una manera de hacer. Es cultura, es conversación, es comunidad.
Las librerías son refugios. Y son, también, espacios para soñar. Porque leer nos hace soñar despiertos. Nos conecta con la capacidad de proyectar, de imaginar otros mundos, otras vidas, otras maneras de ser. Y eso también es esencial en tiempos difíciles. Leer no es sólo evadirse: es ampliar la mirada.
Por eso me resisto a dejar atrás el papel. No es nostalgia. Es necesidad. Necesidad de parar. De no hacer scroll. De volver a dar peso a lo que dura, a lo que pide tiempo, a lo que se cocina a fuego lento.
Porque sí, seguramente la vida era más sencilla cuando Apple y Blackberry eran sólo frutas. Pero no todo está perdido. Todavía podemos construir momentos sencillos y auténticos. Todavía podemos escoger leer. En la playa. En una terraza. En el tren. Una tarde de lluvia. En una librería. En la Biblioteca. En casa, a media tarde o antes de ir a la cama. Con el móvil en modo avión. Con el corazón en modo abierto.
Leer nos hace parar. Nos hace pensar. Nos hace volver.
Y eso, hoy, ya es mucho.
Pero también es necesario que lo expliquemos. Que lo comuniquemos. En un mundo donde todo se promociona, también debemos poner en valor la lectura. Comunicar la fuerza. Hacerla deseable, accesible, emocionante. Porque leer no es sólo una actividad. Es una experiencia. Es una actitud. Es una forma de estar en el mundo.
Lo bueno sería que las administraciones apostaran con más fuerza por campañas creativas, frescas e impactantes, que nos recuerden que leer nos hace libres. Nos hace críticos. Nos hace profundos. Porque cuanto más leída es una sociedad, más madura es. Más capaz de pensar por sí misma. Más difícil de manipular. Más libre.
Y eso sí que no se puede comprar con ningún dispositivo.
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