En la habitación de Julia Roberts en Caza de brujas hay un póster sin colgar de La flor de mi secreto, de Pedro Almodóvar. Pero en una película erudita repleta de citas visuales y verbales (Thomas Mann, Foucault, Adorno) el referente incuestionable es Woody Allen, al que se homenajea desde sus títulos de crédito, con los clásicos blanco sobre negro y tipografía Windsor, al son de un estándar jazz de Tony Bennett (A Child is Born).
Como quiera que la película va de la culpa, podríamos concretar más y decir que esta Caza de brujas es el Delitos y faltas (1989) del italiano. En ambos casos lo filosófico y lo académico se imbrican con el thriller. Se lo homenajea en lo discursivo, con el ambiente acaudalado petulante, en lo fotográfico (esos interiores sobrios), lo cinético (pocos movimientos de cámara después de la mareante Rivales), pero más importante, en lo metacinematográfico.
No en vano la la película habla del consentimiento y del abuso de poder (intelectual, pero también generacional) en el amor, algo que de algo le suena a Allen por su comentada (repudiada o apoyada) relación con Soon Yi.
‘Caza de brujas’: crítica de la película
Pero bueno, volvamos a la historia. Roberts es Alma Imhoff, una profesora de filosofía que se está jugando la cátedra en Yale con su compañero Hank Gibson. Ella es brillante y pelín reprimida y está casada con un psicoanalista (¿otra vez Allen?). Él es parlanchín y hedonista. Una noche de alcohol en casa de Alma, después de unas pullitas intergeneracionales, la alumna más aventajada de Alma, Maggie (sensacional Ayo Edibiri) acusa a Hank de haber “cruzado la raya”. Y ya la tenemos liada. ¿Miente? ¿Dice la verdad? Es la palabra de una joven afroamericana contra la de un adulto CIS blanco heterosexual.
La película se posiciona como una crítica anti woke, un poco a la manera de otro filme “académico” como American Fiction (Cord Jefferson, 2023). Si ahí se trataba de reírse de cómo los lechuguinos y privilegiados gustan de hacer turismo de la pobreza, la opción de Guadagnino es sustancialmente más controvertida, pues emplea la violencia de género para criticar el estado de las cosas y la hipocresía de una juventud excepcionalmente acomodada que no deja de victimizarse.
Nada es casual en esta película, y tampoco lo es que haya elegido Yale, una de las cunas de la progresía y del movimiento woke, para ambientar la trama. A diferencia de Allen en Delitos y faltas, Guadagnino nos presenta un mundo sin dios, en el que la culpa recae única y exclusivamente sobre los hombros de los mortales o, por mejor decir, de las mortales que ocupan las aulas de la universidad. Al hacerlo, por momentos, roza la misoginia. Te violenta y te remueve, así que tan mal no lo habrá hecho, pero me da que no va a hacer demasiadas amigas.