Las pistas de tenis de Highland Park están a unos veinte minutos en coche de las de Flushing Meadows, la casa del US Open. Comparten el color azul del cemento y poco más. Aquí juega la clase modesta del tenis. Están en un barrio … negro e hispano, en el límite entre Brooklyn y Queens, camino del aeropuerto JFK, entre ‘delis’ y restaurantes latinos.
En el US Open, algún jugador y muchos visitantes -quizá ignorantes de lo que es y ha sido Nueva York- se quejan de que huele a porro. O de que la gente come hamburguesas viendo los partidos. En Highland Park se juega entre nubes de humo no solo de marihuana, también de las decenas de parrillas que se montan alrededor del campo de fútbol vecino. Se saca y se resta en el estruendo de la cumbia y las rancheras de los altavoces, entre chavales metiendo ruido con motos.
Hay de todo entre quienes vienen a jugar: vecinos del barrio, hipsters de los cercanos Bushwick y Ridgewood, inmigrantes indocumentados, ‘techies’ que trabajaban en remoto, agentes inmobiliarios, algún chaval que busca mejorar para encontrar una beca en una universidad y aficionados de todas las partes de la ciudad en busca de pistas donde jugar hasta entrada la noche -hay focos- y gratis, algo casi imposible en Manhattan.
Todos tienen algo en común: su pasión por el tenis. Discuten sobre el circuito, las últimas raquetas, la tensión aconsejable en los cordajes, la posición de los hombros en el golpe de derecha… Y algo más: casi ninguno se puede permitir ya acudir al gran torneo que llega al final de cada verano a su ciudad. El precio de las entradas ha expulsado a los aficionados, incluso a los más leales.
«Se ha convertido en algo para millonarios», protesta Andrej, de origen serbio y que trabaja en el sector financiero. «Y yo no soy un millonario». Como tantos aquí, solía ir una o dos veces al torneo, al menos en las primeras rondas, cuando es más barato. «Ahora, si voy con mi hijo, me cuesta 500 dólares».
No es ninguna exageración. El precio habitual de la entrada de ‘grounds’, la más barata, sin acceso a las pistas principales, donde juegan las grandes estrellas, no se ha encontrado por menos de 150 dólares. El pasado viernes, cuando Carlos Alcaraz jugó su partido de tercera ronda, la más barata de ‘grounds’ estaba a unos 350 dólares. Para verle desde el gallinero de Arthur Ashe, la pista central, donde se ve a los tenistas como hormigas, estaba a 450 dólares.
«Ya no voy al torneo», dice Ken, un habitual de Highland Park, que también lo era del US Open. Antes, hace no tanto, iba cada año un par de veces con su mujer, cuando las entradas costaban 60-70 dólares. Acaba de jugar con Wayne, otro fijo de la raqueta, que explica que al torneo le ha pasado como a Nueva York: se ha vuelto demasiado caro para mucha gente. «Yo solía ir al US Open con amigos. Esos amigos se tuvieron que ir de Nueva York porque el coste de la vida se disparó y sus sueldos no lo hicieron. Y ya no voy. La ciudad se ha gentrificado y el torneo también».
Nada más entrar en las instalaciones del US Open, se evidencia cómo el torneo se ha convertido en una máquina de hacer dinero. Es tal la cantidad de entradas que se venden que en ocasiones es difícil moverse de un lado a otro. En cualquier partido interesante con pase de ‘grounds’ hay que pelear para encontrar sitio o esperar colas interminables.
El año pasado, hubo más de un millón de espectadores en todo el torneo, récord histórico. En la última década, los ingresos se han duplicado, con un beneficio el año pasado de 277,4 millones de dólares, frente a los 151,5 millones de 2015.
Este año se batirán esos récords de espectadores e ingresos. Sobre todo, porque el US Open ha creado un torneo de dobles mixtos con estrellas -entre ellos, la pareja formada por Alcaraz y Emma Raducanu- durante la semana de las clasificatorias en el que vende tickets -las clasificatorias son gratis- y ha sumado un día más de torneo, con la inclusión del domingo inaugural.
Pero es el precio de las entradas -y no las estrategias del US Open por estirar el torneo- lo que cabrea a los aficionados. En ello, un protagonista central es la reventa.
El torneo empieza a vender entradas en primavera a través de Ticketmaster. «En cuanto se ponen a la venta, se agotan y se ponen en reventa», protesta Darwin, otro habitual de Highland Park, de origen ecuatoriano, trabajador en la construcción y que dedica buena parte de sus ahorros al tenis. En lo que va de torneo, se ha gastado muchos cientos de dólares para ver a Alcaraz, obligado a comprar en reventa.
Es algo habitual en muchos deportes y espectáculos en EE.UU. No es que las entradas que saca el US Open a la venta sean excesivamente caras. Es que es imposible comprarlas a esos precios. Las agotan los revendedores, apoyados en bots y tecnología que cierra el paso a los aficionados.
«No hay mucho que podamos hacer con el mercado secundario», se justificó la directora del torneo, Stacey Allaster, sobre la reventa en un encuentro informativo antes del torneo. La sensación para los aficionados con los que ha hablado este periódico es que no tienen mucho interés en evitarlo. Entre las cosas que se podrían hacer: tratar de prohibir la reventa -como hace el Masters de Augusta de golf-, vender entradas físicas -lo que dificultaría la reventa- o reservar un porcentaje para la venta en el US Open cada día (como hace Wimbledon). El US Open no respondió a peticiones de entrevista de este periódico para discutir qué estrategias sigue para evitar la reventa que perjudica a los aficionados.
«En cuanto acaba el torneo, ya estoy ahorrando para el del año que viene», dice Darwin. No solo por las entradas: una cerveza cuesta 16 dólares, sin contar impuestos y propina; los bocadillos, cerca de 30.
En el US Open cada vez hay menos aficionados y más gente disfrazada de ‘country club’ con una copa -de plástico- de Moet Chandon a 43 dólares. Resisten algunos locos como Darwin, que quema sus ahorros aquí cada septiembre. «La culpa la tiene Carlitos», dice entre risas. «Me he vuelto loco por él, me muero por verle en semifinales. Pero los precios no bajan, no bajan».
Alcaraz: «Es una pena»
Carlos Alcaraz es consciente de los precios que se pagan en Nueva York por verle saltar a la pista y que muchos de sus fanáticos, ni siquiera los que viven en la Gran Manzana, se lo pueden permitir.
«Es una realidad que el tenis es business. Para mí no debería serlo, pero es puro business. Esa es la realidad», respondió en rueda de prensa a preguntas de este periódico sobre los precios disparados para asistir al US Open y a sus partidos.
«El tema de las entradas es de oferta y demanda», dijo sobre el coste, que se engorda sobre todo por el impacto de la reventa, a la que la organización no pone coto. «Es lo que es, esa es la realidad. Que me gustaría que no fuesen tan caras… Es una pena poner un público que solo pueda llegar a ese precio de entradas», reconoció. «Pero al final es lo que hay y yo no puedo obligar a nadie a bajarlas».