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Nunca nos habríamos atrevido a llevarnos a los gatitos si no hubiéramos descubierto a la madre muerta cerca del lago. No me atreví a ir a verla, pero los niños y Barreiros y nuestra vecina decían que estaba en una postura un poco rara. Eso y la aparición de otros gatos muertos y la disminución evidente de la cantidad de gatos callejeros del pueblo hizo que los niños especularan con un envenenador de gatos. Les dije que teníamos que rodar un corto sobre eso, pero como otros proyectos del verano, no llegamos a hacerlo. Otras cosas que no hicimos: el ciclo de cine de verano en la terraza. Barajamos tres opciones: musicales, hermanas, niños perdidos… Mi hijo mediano me dijo que se podía hacer un ciclo pero solo para muy mayores, de “potro”, que incluiría Top gun y Flashdance. La verdad es que les pusimos esas pelis porque tenían aviones y baile, las pasiones de dos de nuestros hijos. Mi novio les decía a los niños: nada de lo que se ve aquí en cuanto a interacciones humanas está bien, mientras Maverick se subía a la moto. Luego un amigo guionista me dijo que comparten productor y que tienen una fotografía increíble. Fue un poco más lejos: son para tus hijos como para nosotros Casablanca. Cuando la vimos, no estaban nuestros padres apostillando nada, ya lo sabíamos, porque lo ves como algo viejo. Mi teoría es que hay cosas que no pillas, por eso no recordábamos que fueran tan porno ninguna de las dos. Luego encontré el fragmento ese de Quentin Tarantino en una peli no suya explicando por qué Top gun es la mejor película gay de la historia. Lo bueno es que tirando de esa, vimos Top secret y yo pensaba que quizá no les haría gracia pero se partieron de risa todo el rato.
El final de curso fue atropellado: se me amontonaron libros gordísimos por leer –recuerdo pasear por la playa Lugares, de Perec (824 pp.) o Íntima Atlántida, la estupenda biografía de Rosa Chacel escrita por Anna Caballé (568 páginas), a cuya lectura siguió la de los Diarios de Rosa Chacel (1112 páginas), editados por Elena Medel– con las exhibiciones de fin de curso de mis hijos, que incluían, entre otras cosas, la fabricación de un disfraz de pájaro para mi hija pequeña, que acababa ciclo en junio y hubo graduación, que yo me perdí y a la que su padre llegó de milagro porque se le había olvidado, y luego hubo comida de padres y luego playa y luego la fiesta de la escuela de música y luego la noche de San Juan y los fuegos artificiales que yo vi fugazmente desde mi calle porque los pequeños estaban dormidos y mi novio se había ido con la mayor a dar una vuelta. No había leído los diarios de Chacel, pero me había asomado a ellos (además de en la biografía de Caballé) a través de La novela luminosa de Mario Levrero. Habla de las dos primeras partes –Alcancía. Ida y Alcancía. Vuelta, hubo una tercera después de la muerte de Chacel, Alcancía. Estación Termini–. Él lee la primera parte “de un diario íntimo (si así se le puede llamar, porque doña Rosa Chacel no devela mucho de su intimidad)”. Le dan a Levrero el libro porque como él, Chacel disfrutó de una beca Guggenheim. Levrero: “Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, idas, fobias, malestares muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable”.
Vinieron un par de amigas a vernos y con las dos fui a correr, supongo que nos hacemos mayores todos. Y aunque al final no hicimos el cine de verano, como tenía que hacer un artículo sobre Jacques Demy y Agnès Varda, vimos otra vez Las señoritas de Rochefort. Para entonces ya había esquivado que mis hijos le pusieran Michi al gatito superviviente. Elegí Tito, quizá porque había estado leyendo mucho a Dubravka Ugrešić sobre Yugoslavia, pero a ellos les dije que era Tito de gatito. El caso es que nosotros nos íbamos a ir a ZGZ un mes y medio y no sabíamos qué hacer con Tito. En casa de mis padres podían matarlo los perros de mi madre, pero en nuestra casa no nos dejan tener animales, no encontrábamos a nadie que nos lo cuidara esas semanas. Mi novio y yo discutimos porque nos habíamos metido en ese lío nosotros solos y ahora no sabíamos qué hacer. Poco a poco se fue imponiendo como única solución llevárnoslo a Garrapinillos-sur-mer. Mi madre dijo que ya lo meteríamos en una habitación o lo que fuera y que qué le íbamos a hacer. A mí me agobiaba el viaje, pero el gato se portó bien y no hubo accidentes fecales de ningún tipo. Lo dejamos en la habitación de los niños y descubrimos que el mediano sí es alérgico a los gatos. Así que lo instalamos en la habitación de mi abuela, que estaba pasando el verano en su pueblo, Ejulve, y acudíamos a jugar con él, a darle de comer y beber, a limpiar el arenero (yo). Fue mi madre la que nos diagnosticó la tiña, nos la había contagiado el gato, claro. Y vimos que todos teníamos ronchas, menos mi novio: la que más, la pequeña, después la mayor, el mediano y la que menos, yo (una).