Así es vivir en una granja de flores. La periodista Cathy Horyn lo ha conseguido, sin dejar de lado el mundo de la moda: “He encontrado la armonía perfecta”.

Sabía que mi granja se llamaría Miniver –por La señora Miniver de 1942, una película que siempre me encantó por su historia y sus paisajes ingleses– mucho antes de tener el terreno. Durante años soñé con una pequeña granja de flores cerca de Charlottesville, en Virginia (Estados Unidos), una zona que conocí bien en mis primeros tiempos como periodista, allá por la década de los 80. Los inviernos allí son mucho más suaves que en el estado de Nueva York, donde viví y crié a mi hijo Jacob durante dos décadas en la ciudad de Garrison, a orillas del río Hudson.

Desde luego, razones no me faltaban para coger al perro, meterlo en el coche y poner rumbo al sur. A pesar de dedicarme a escribir sobre moda toda la vida, especialmente para The New York Times y la revista Nueva York, donde sigo trabajando, y tras haber visto y disfrutado de muchos lugares lujosos, a veces pasa que el sitio que conoces cuando tienes 20 años es al que terminas llamando hogar. Así es como me siento cuando estoy en Charlottesville.

En el salón, la lámpara globo Soren, de Pinch, cuelga sobre un sofá de Rose Uniacke y una otomana diseñada por Susan Deliss.

© Sean DavidsonUna granja de flores que llegó por casualidad

Tal vez es que, en el fondo, siempre he sido una mujer de campo. La búsqueda del solar adecuado no fue fácil, pero un día, al pasar por una inmobiliaria local, pregunté si había algún terreno cerca de una carretera especial que solía recorrer con un chico con el que salía. El agente con el que hablé me dijo que sí, que había uno, pero su tono y descripción no me gustaron nada. Decidí verlo de todos modos y darme una vuelta por la zona. En la carretera, las montañas se abrían de forma espectacular. Las laderas estaban cubiertas de viñedos y heno.

Tras varios kilómetros, nos desviamos por un camino más pequeño y, en una curva, vimos una casa en ruinas situada en una pequeña colina. ¿Sería la elegida? Mi hijo, mi amigo y yo nos bajamos del coche y atravesamos una verja oxidada, saludando al ganado que pastaba por allí. Entramos sin permiso, claro. Además de la casa vieja, una vivienda de dos plantas revestida en verde y con chimeneas de piedra, había un cobertizo lúgubre y un retrete exterior, lo que dejaba claro que no existía fontanería dentro.