Mientras escribo estas líneas, la flotilla de Ada Colau y Greta Thunberg anda por Menorca, refugiándose de los elementos y disfrutando de sus hermosas calas. No sé qué estará haciendo la protagonista de ese video viral que, en el momento de zarpar, bailaba sonriente con el pañuelo palestino en la cabeza y el móvil en la mano, embutida en una camiseta blanca que potenciaba considerablemente sus pechos, pero intuyo que debe seguir bailando y pensando que se ha apuntado a una romería muy guapa.
Mientras tanto, en tierra, el número de mis conciudadanos empeñados en hacer el palestino no para de crecer. El otro día, en Bilbao, se cargaron el final de la Vuelta Ciclista a España con una de sus algaradas solidarias de odio a Israel, así, en general, no al animal de Netanyahu, mientras aparecían algunas pintadas, no menos solidarias, que rezaban “Hamás, mátalos” (lo cual me recuerda lo de “ETA, mátalos”; ¿se habrán refugiado los abertzales en la causa palestina tras haber fracasado la causa vasca? La verdad es que no me extrañaría: seguro que algunos nostálgicos del prusés también se han hecho palestinos de la noche a la mañana: el caso es liarla).
Por su parte, los abajofirmantes habituales también se han sumado con entusiasmo a la beatificación de los palestinos y la demonización de los israelíes, dando muestras de un maniqueísmo brutal y de un blanco y negro en el que no caben los matices. Todo el mundo carga contra Israel como si Hamás no existiese y nunca hubiésemos visto a los habitantes de la franja de Gaza cantando y bailando ante la última salvajada de Hamás en territorio israelí. Se cubren con la servilleta palestina, enarbolan banderas y se echan a la calle a ejercer su antisemitismo progresista como si no hubiese un mañana. Han llegado a la conclusión de que Palestina es el bien e Israel, el mal. ¿Para qué darle más vueltas a las cosas cuando pueden ser así de sencillas?
Nadie parece acordarse del daño que el yihadismo islámico (del que forma parte Hamás) ha hecho a occidente, ya que la culpa de todo la tienen los judíos. Y, sin embargo, no fueron judíos quienes derribaron las Torres Gemelas de Nueva York, ni fueron judíos los responsables de la masacre de Atocha. Si adoptamos un punto de vista egoísta (y nos olvidamos de la desmesurada respuesta de Netanyahu al ataque de Hamás de principios de octubre, que sucedió, aunque nadie quiera recordarlo), deberemos reconocer que Occidente nunca ha tenido nada que temer de Israel, mientras que de los países árabes nos han llegado hostias como panes.
El conflicto entre Israel y Palestina lleva décadas durando, prácticamente desde la creación del estado de Israel en 1948. Inglaterra y Estados Unidos se inventaron un país en una zona predominantemente árabe (no sé si por estupidez o por contar con un aliado en tierra de infieles) y la bronca ha sido permanente desde entonces, fomentada por lo más bruto de cada casa. La solución de los dos estados nunca ha contado con la aprobación de Israel, y habría que ver si sería del agrado de Hamás, que parece disfrutar mucho de esos ataques estúpidos cuyas consecuencias paga ese pueblo al que tanto dice querer.
En el momento presente, lo peor de Israel y lo peor de Gaza (donde nadie hace caso a la Autoridad Palestina, pese a ser la única entidad mínimamente razonable que hay en la zona) se enfrentan desde el mismo punto de vista cerril y autodestructivo, por lo que tal vez estaría bien que la ONU desplegara sus tropas por ahí e intentara poner un poco de orden entre dos bandos pueriles y fanatizados.
Pero Europa no hace nada y Estados Unidos solo aportaría a sus militares para limpiar la franja de Gaza y convertirla en el resort para ricachones con el que sueña Donald Trump (no se vayan a encontrar estos con alguna bomba sin explotar bajo la toalla). Y la gente del común opta también por el fanatismo y por hacer el palestino a conciencia. Por eso se van al puerto de Barcelona a despedir a la flotilla de Ada y Greta (y el turbio Oscar Camps al fondo, pulling the strings). O se suben a uno de los barcos, con el pañuelo en la cabeza, la bandera en las manos y el móvil cerca, por si hay que inmortalizar algún momento estelar.
¿Les venderán las banderas los chinos de las tiendas de chinos? ¿Los mismos que, en el momento álgido del prusés, te regalaban una bandera española si comprabas dos esteladas? Era evidente que no habían entendido nada, o que su ansia de hacer negocio se imponía a la lógica, pero me pregunto si ahora también te regalan una bandera de Israel si les compras dos de Palestina. A fin de cuentas, para ellos solo son trapos de colorines (y no andan tan desencaminados).
Qué bonito debe ser no hacerse preguntas, decidir que Israel es un estado genocida y que Palestina es la viva imagen de la inocencia. Y qué bonito volver a tener una causa que nos haga sentir solidarios y preocupados por las injusticias que se cometen en el planeta Tierra. Dudar solo trae problemas. Matizar te convierte en tibio o en facha. Así pues, Go with the flow, que dicen los anglos. Y si hay que tragarse una bandera israelí para que te salgan más baratas las palestinas, no te preocupes, que siempre podrás quemarla y grabarlo todo con el móvil mientras das saltos de alegría solidaria gracias a tu último placebo humanitario.