Este año se va a cumplir exactamente un siglo de la celebración de unas ferias muy especiales para la ciudad de Guadalajara pues en ellas toreó Ignacio Sánchez Mejías, el diestro por el que derramó bellísimas lágrimas poéticas Federico García Lorca, en forma de versos excelsos, quizá los mejores de temática taurina jamás escritos, en su celebérrima pieza titulada Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías (“A las cinco de la tarde / eran las cinco en punto de la tarde…”). El poeta granadino no fue un gran aficionado taurino, lo que aún otorga más valor a este poema en el que llora amargamente la muerte de su amigo torero, acaecida en agosto de 1934, nueve años después de torear en Guadalajara y tras declarársele una gangrena como consecuencia de una mala cogida que padeció en la plaza de Manzanares. Curiosamente, “Granadino” tenía por nombre el toro que corneó mortalmente a Sánchez Mejías y provocó el llanto del gran poeta de Granada. La muerte, en aquella saga taurina, viajaba enmascarada entre los esportones y fundones de sus cuadrillas pues el cuñado de Sánchez Mejías, el célebre Joselito “El Gallo” -José Gómez Ortega para el registro civil-, ya había muerto corneado por un toro-de nombre “Bailaor”- el 16 de mayo de 1920 en la plaza de toros de Talavera.

Ignacio Sánchez Mejías se llevó de Guadalajara una oreja, que le cortó al quinto toro de la tarde del festejo celebrado el 15 de octubre de 1925, el segundo de su lote, de la ganadería sevillana de Juan Bautista Conradi. También se llevó un varetazo que, al producirse, asustó a  gran parte del público pues inicialmente pareció que había llegado a ser cornada. Sánchez Mejías destacó en la capital alcarreña por su valentía y saber estar ante el toro, si bien los críticos taurinos coincidieron en que la oreja que le fue concedida había sido muy generosa pues con la muleta solo hizo “una faena de aliño” y, además, su estocada fue delantera. Él y  Cayetano Ordóñez -“El niño de la Palma”-, el padre de Antonio Ordóñez, fueron los dos diestros que tiraron de los carteles de las ferias de Guadalajara de hace exactamente un siglo. El tiempo, que acompañó, contribuyó a que hubiera buenos aforos los cuatro días de festejos taurinos, si bien no se llegó a agotar el papel en las taquillas pues las entradas más baratas costaban 12 pesetas y, entonces, con una peseta se podían comprar dos barras de pan.

Según he adelantado, el buen tiempo reinó en aquellas ferias arriacenses de 1925, celebradas entre el 14 y el 18 de octubre. Como es sabido, la clave principal del éxito de nuestras principales fiestas locales-y de cualquiera otras- radica en la climatología. Si esta es bonancible, los programas de actos solo regulares e, incluso, los malos, parecen menos malos y, forzando la cosa, hasta buenos. Por el contrario, si el tiempo no acompaña y viene envuelto en frío y, sobre todo, en lluvia, el mejor de los programas parecerá y será un fiasco.

Ignacio Sánchez Mejías. Foto de Calvache. C.1925.

Como ya hemos comentado en anteriores ocasiones, aunque las ferias de Guadalajara, en la actualidad, arrancan el lunes siguiente a la celebración de la festividad de la actual patrona -que lo es desde 1883-, la Virgen de la Antigua, y hasta el ciclo taurino ya se anuncie como “Feria de la Antigua”, su origen histórico radica en las ferias que en 1260 concedió celebrar el rey Alfonso X “El Sabio” a la ciudad en torno a la festividad de San Lucas (18 de octubre). Aquellas ferias de otoño, que lo fueron hasta hace apenas cuatro décadas en que pasaron a ser del verano tardío, se sumaron a las ya concedidas en primavera, cinco años antes, para celebrarse en la “quincuagésima” de la Pascua, o sea, alrededor del Corpus, el otro gran momento festivo histórico de la ciudad.

Las ferias de 1925, efectivamente, fueron las de Ignacio Sánchez Mejías quien, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde del día 15 de octubre de aquel remoto año, hizo el paseíllo en el coso de las Cruces, lugar en el que se ubica la plaza de toros alcarreña desde el 15 de agosto de 1861, cuando se celebró en ella su primer festejo, estando aún sin concluir la que fue su primera estructura. Su actual construcción data de 1957, con una importante reforma de ampliación llevada a cabo en 1984. Pero no solo de toros vivieron aquellas ferias de mediada la década de los años 20 del siglo XX, cuando el general Primo de Rivera dictaba  en España lo que le venía en gana y el rey Alfonso XIII lo sancionaba con entusiasmo. Aquellas ferias, además de toros al precio de 24 barras de pan -caro circo para tan barato pan, parece, así visto desde la distancia-, también ofrecían a los “miles” de visitantes que llegaron a la ciudad para disfrutarlas, gracias al tiempo soleado en que tuvieron lugar, otros atractivos y atracciones como: la tradicional e histórica feria de ganados-venida ya muy a menos, y en esa edición solo destacando ejemplares de cerda-; “barcas, caballos del tío vivo y otras atracciones” en el paseo de la Concordia; “cajones”-puestos de venta y rifas, aunque menos que en años anteriores- en la plaza Mayor, entonces ajardinada; matinés y bailes nocturnos en las sociedades y casinos de la época, y comedias, especialmente las programadas en el Teatro Casino. Pasacalles y conciertos de la banda de música de paisanos, reforzada con músicos venidos desde Madrid, concursos, destacando los de ganado, fotografía y escaparates, y la comparsa de gigantes y cabezudos, recuperada un cuarto de siglo antes para las ferias de otoño tras desaparecer un tiempo de su histórica presencia en la procesión del Corpus, completaban el programa principal de actos de las ferias de aquella Guadalajara que presentaba aún más trazas de pueblo que de ciudad. Entonces, tenía alrededor de 15.000 habitantes-una población similar a la que actualmente tienen municipios como Alovera y El Casar- y de la que era alcalde Manuel Pardo Bacarizo.

Los tópicos “felices años 20”, que precedieron a la crisis económica mundial provocada por el “crack” de la bolsa de Nueva York en 1929, también se dejaban sentir en Guadalajara, aunque aquella felicidad no era, ni mucho menos, la de la abundancia, sino la del generalizado conformarse de la población con lo que se tenía, asumiendo que se habían vivido años malos y desconociendo que iban a venir otros todavía peores. Precisamente, un año muy negativo para la ciudad había sido el anterior pues, en la noche del 9 al 10 de febrero de 1924, se incendió y destruyó gran parte del histórico edificio de la Academia de Ingenieros que, desde su implantación en la ciudad en 1833, fue un foco generador de empleo directo e indirecto, decisivo para la economía local. La ciudad, a finales del primer cuarto del siglo XX, además del valor añadido que siempre tuvo para ella-y aún hoy en día sigue teniendo- el hecho de ser capital provincial y lo que ello implica de acoger delegaciones, dependencias y servicios públicos, perdiéndose paulatinamente la fuente de ingresos de la Academia tras su incendio, se agarró al clavo ardiendo de la fábrica de la Hispano Suiza, instalada aquí desde 1917. Esta fábrica de motores de coches y de aviones fue cobrando, paulatinamente, más importancia económica y social. El empleo directo y diferido que generó fue cada vez mayor, al tiempo que en ella nacieron y crecieron los más importantes movimientos sociales y sindicales de la ciudad.

En ese contexto de ir a menos el peso social y económico de la milicia mientras iban a más el de la fábrica de la Hispano y sus industrias y servicios auxiliares, también se dejó notar en las ferias que, progresivamente, iban adquiriendo un perfil más popular, dentro de lo que cabía en aquel tiempo, que aún no era demasiado. Así, a las elitistas matinés y bailes nocturnos de los clasistas Casino y Círculo Mercantil, les fue saliendo competencia, aunque solo un poco menos elitista como la de la Nueva Peña-conformada por oficiales y cadetes de la Academia y técnicos de la Administración-, y bastante más popular con la del Ateneo Instructivo del Obrero. Al tiempo que florecían otros salones privados que también se sumaban a la moda de acoger espectáculos cada vez menos recatados y los frenéticos y descocados-es un decir- bailes que venían de París, como los niños de la época.

  Lo que seguía funcionando como un tiro en Guadalajara en ferias eran las tómbolas y las barracas de azar, un signo evidente de que la gente aspiraba a mejorar su situación económica a través de un simple golpe de fortuna. El trabajo fabrica la suerte, pero a más largo plazo… En ese contexto, llamémosle “azarista”, que no azaroso, todos los años se instalaba en ferias una tómbola benéfica en el Jardinillo. Décadas más tarde, ya en los años 60 y 70, Cáritas la montaba en Santo Domingo con una gran atención y participación públicas. La tómbola de 1925 se montó a beneficio de las obras de la iglesia de San Pablo, la de la Estación. En ella se sorteaban todo tipo de objetos donados por comercios y particulares-desde muñecas de trapo a espejos biselados-, además de dos grandes premios en metálico: un primero de 500 pesetas y un segundo de 100. El primero le tocó a don Atilano Ramírez, conocido empresario de la ciudad que regentaba la imprenta “Gutemberg”, y que tuvo la generosidad-he dudado si poner el término entre coillas- de donar 10 pesetas del premio para las obras de la iglesia.

¿Y en qué se gastaba la gente el dinero en aquellas ferias de hace un siglo? El histórico periodista alcarreño Luis Cordavias nos ayuda a saberlo con estos “floreos y aguijonazos” que publicó en Flores y Abejas: “30 pesetas en toreros / otras 30 en comediantes / unas 100 en forasteros / y otras 100 en los feriantes”. 12 de ellas se las gastaron en Ignacio Sánchez Mejías, a las cinco de la tarde. A las cinco en punto de la tarde del día 15 de octubre de 1925.