La promesa de una política alternativa que durante décadas encarnó Shigeru Ishiba ha acabado durando menos de un año. El primer ministro japonés ha anunciado este domingo su dimisión, un movimiento previsible ante su pobre desempeño electoral y la presión interna en el Partido Liberal Democrático (PLD) que, como el país entero, se sume en la incertidumbre institucional.

Tras toda una vida a la expectativa, Ishiba tuvo dos oportunidades y en las dos fracasó. El PLD, la fuerza hegemónica que ha gobernado Japón durante 66 de los últimos 70 años, perdió bajo su dirección la mayoría en ambas cámaras en apenas nueve meses. El último fiasco tuvo lugar en las elecciones a la Cámara Alta del pasado mes de julio, y entonces ganó tiempo aduciendo la necesidad de gestionar las «negociaciones arancelarias, sumamente delicadas, con Estados Unidos».

Hoy, Ishiba ha vuelto a hacer referencia a esta obligación, ya solventada. «Con Japón habiendo firmado el acuerdo comercial y el presidente [estadounidense Donald Trump] habiendo firmado la orden ejecutiva, hemos superado un obstáculo clave», ha señalado, visiblemente emocionado. «Me gustaría pasar el testigo a la próxima generación».

Así, estas negociaciones se convierten en el único y decepcionante legado de un idealista fracasado. Uno que construyó su identidad como némesis del más importante estadista japonés del siglo, el difunto Shinzo Abe, y por eso su figura y sus propuestas se mantuvieron en el privilegiado terreno de la utopía, sin tocar jamás la realidad.

Por eso, su sorprendente victoria en las primarias de septiembre de 2024 –el que suponía su quinto y último intento– se interpretó como un juicio al legado de Abe para un PLD sumido en el descrédito. E Ishiba, dentro de sus posibilidades, aprovechó la oportunidad: no en vano el segundo hito que llevó a resistir este mes y medio fue el aniversario de la II Guerra Mundial, en cuyo comunicado oficial recuperó la palabra «remordimientos», abandonada por su rival.

Dos futuros

Ahora, su retirada abre camino a ese cambio generacional que su revancha postergó. El PLD vuelve por tanto a la casilla de salida, inmerso en el transcurso acelerado de liderazgos de un país que todavía nota la ausencia de Abe, asesinado en un acto de campaña en julio de 2022, cuya consistencia se antoja cada vez más una excepción.

Así pues, las opciones son, a priori, las mismas que en las últimas primarias. A un lado, la ultraconservadora Sanae Takaichi, exministra de Seguridad Económica que haría historia al convertirse en la única primera ministra mujer hasta la fecha. Al otro, Shinjiro Koizumi, hijo del antiguo primer ministro Junichiro Koizumi (2001-2006) y actual ministro de Agricultura. En su último duelo él llegaba como favorito, pero fue ella la que se quedó a apenas 21 votos de la victoria tras haber contado con el apoyo mayoritario de los parlamentarios del partido.

Desde entonces, la situación ha cambiado para ambos. Por un lado, favorece a Takaichi la emergencia en las últimas elecciones del partido de extrema derecha Sanseito, disparado de 1 a 15 escaños como la cuarta fuerza de la cámara, lo que aumenta los incentivos de virar hacia ese espectro ideológico. Esta cuenta, asimismo, con la legitimidad –ya casi sobrenatural– de haber recibido el apoyo de Abe en las últimas elecciones internas y suponer por tanto su heredera oficial. Dado que la corrección del legado de Abe ha fallado, la formación podría apostar por regresar a la ortodoxia.

Koizumi, por su parte, ha disipado las dudas respecto a su capacidad con su acertada gestión de la crisis inflacionaria del arroz, que llegó a doblar el precio de este alimento básico. Su perfil, asimismo, resulta menos divisorio en el seno del partido y ofrece una cara joven, más proclive a la conformación de un nuevo liderazgo a largo plazo que recupere la estabilidad. Y, en la sombra, el ex primer ministro Fumio Kishida (2021-2024), quien según muchas voces podría plantearse regresar a escena.

Estas primarias podrían convocarse en cuestión de días y lo más probable es que después el candidato ganador convoque elecciones de inmediato para aprovechar el tirón inicial de popularidad y dotarse de la legitimidad de las urnas, tal y como hiciera el propio Ishiba. Lo que suceda será también un juicio a su legado, que por real es ya pasado. El desde hoy ex primer ministro sabe ya que la victoria, como la derrota, también tiene un precio: a veces incluso más caro.