De primeras concebí ‘El sueño de Troya’ como una novela de aventuras sobre un excéntrico arqueólogo que abandona su vida y a su familia para ir en busca de las ruinas de la Ilíada. En esa protonovela, la Ur-Troya, Schliemann era, claro está, el protagonista principal: a través de sus ojos veíamos la acción. Sin embargo, algo fallaba.

Intuí que la personalidad de Schliemann –visionario, sí, pero también, mentiroso, impostor, embaucador sin escrúpulos, ladrón– no se prestaba a la empatía (ni mía ni del potencial lector), al menos no como el Alejandro de ‘La sangre del padre’. La novela entró en crisis: escribí dos versiones más y ambas las deseché, para amargura de mis editores.

Pensé que sería conveniente cambiar el foco de la novela, hacer a Frank Calvert, el arqueólogo al que Schliemann roba la idea y el sueño de Troya, el protagonista. Con él sí que empatizaba. Empecé a escribir, pero aquello tampoco me satisfizo. No conseguía darle a la historia un pulso narrativo; no acababa de cuadrar. Trataba de hacerla encajar a la fuerza en los esquemas narrativos que conocía sin que nada diera resultado. Finalmente, abandoné la idea, convencido de que, tras muchas intentonas, la novela se había podrido en mi cabeza. A otra cosa, me dije.

Fue imposible. Schliemann aún se revolvía en mi interior, impidiéndome centrar mis atenciones en nada más. Su fascinante (y terrible) historia pugnaba por hacerse con el papel protagonista de mi novela y de mis pensamientos, sin que eso todavía soltara mi escritura. ¿Me era de verdad tan despreciable como para ser incapaz de escribir sobre él?

A la deriva

Pasé meses detenido en el tiempo, a la deriva en la hoja en blanco… con Schliemann como mi irremediable compañero. «Está usted atrapado conmigo para siempre, Calvert», le dice Schliemann en un momento de la novela. Se lo dice a modo de chanza, después de que unos arqueólogos salgan de Hisarlik por pies al ver el percal, pero Calvert ve en esas palabras el signo ominoso de una profecía o de una amenaza. Es una escena calcada de mi diario personal. Schliemann, fantasmal, me lo había dicho a mí.

Fue entonces cuando apareció un salvador de nombre Nicholas Yannikis. Este personaje ejerció de Virgilio por el mundo de las sombras: un narrador testigo de voz ismaélica con el que mirar a Schliemann desde la distancia y poder explorar cada uno de los recovecos tenebrosos de su alma y su empeño. Y entonces, gracias a él, comprendí lo que sucedía: Schliemann era yo. Su historia era la mía, por eso me había estado aterrando tanto.

No estaba escribiendo sobre un arqueólogo obsesionado, incapaz de encontrar la ciudad de la leyenda, sino sobre un escritor que, agraciado precozmente por un triunfo, teme de pronto que la tierra en la que excava con ahínco esté, en realidad, vacía. Por ello, afirmo en el prólogo, ‘El sueño de Troya’ es mi novela más autobiográfica, puesto que la historia ficticia acabó, sin que mediara en ello mi mano, reproduciendo mi realidad.

El sueño de Troya

Alfonso Goizueta

Editorial Planeta

464 páginas

22,90euros